domingo, 23 de agosto de 2015

El Reloj del Geranio

Hoy, mi abuelo, que ha sido relojero toda su vida, me ha hecho el regalo más preciado del mundo. No es que la correa fuera de una calidad suprema -pese a ser de buen cuero- ni que estuviera forjado en oro. En la esfera se veían tres pequeñas agujas, en tamaño decreciente desde el segundero, de un tono plateado, aunque no excesivamente refinado. El secreto que aquel reloj guardaba era mucho más trascendental que eso. Mi abuelo me llevó al pequeño cuarto donde solía escapar del mundo cuando este le agobiaba. Se sentó en su silla de madera, y me acercó otra un poco más pequeña para mí. Abrió el cajón donde tenía colocados según su utilidad infinidad de pequeñas herramientas de una precisión increíble. abrió con cuidado la tapa y dejó al descubierto el complejo entramado de engranajes que constituían las tripas del reloj. Mientras empezaba a desmontarlo, comenzó su relato.

Yo era joven, como tú, quizás un par de años mayor. Comencé a trabajar de botones en un hotel del centro de Madrid con apenas 14 años. Me ganaba la vida como podía, ya sabes, mi padre era un pobre tranviario que apenas podía sustentar a mi madre y mis seis hermanos... Una cálida tarde de primavera apareció ella. La flor más bella que habría podido imaginar. Sus grandes ojos castaños, su intensa melena... no podía apartar la vista de ella. Por aquel entonces contaba ya con 19 años y mi jefe me permitía ciertas libertades, así que le pedí el resto del día libre. Subí las escaleras lo más rápido que pude, hasta llegar al piso en el que uno de mis compañeros descargaba las maletas de aquella doncella y su padre.

Un temblor repentino en su mano hizo que la pieza que sostenía en aquel momento se cayera al suelo, y yo me apresuré a recogerla con el mayor de los cuidados y devolvérsela, a la vez que le pedía que continuara con la historia.

Estuve en las escaleras durante horas esperando señales de vida, entonces escuché una voz masculina que procedía del interior de la habitación, a continuación la puerta se abrió y de allí salió el padre, que se apresuró a bajar las escaleras con tal prisa que ni siquiera reparó en mí. Era mi oportunidad, me acerqué a la puerta y llamé. Una dulce voz preguntó "¿Quién?", a lo cual no se me ocurrió otra cosa que responder "Servicio de habitaciones". Abrió solo una rendija la puerta y asomó un ojo. Al verme la cerró de golpe. "Mi padre no me permite hacer pasar a extraños, tendrá que esperar a que vuelva si quiere algo", dijo. El acento andaluz se marcaba en sus palabras, lo cual trajo aún más mi atención por ella. "Perdona, no era mi intención molestarla, tan solo es que la he visto en la recepción y... he sentido la necesidad de hablarla... le ruego disculpe mi atrevimiento y no informe de esto a su padre, este trabajo es lo único que tengo...". Silencio. Ni una sola palabra se escuchó desde el otro lado de la puerta. Escuché pasos subiendo la escalera y me asusté pensando que podría ser su padre, y me apresuré a subir al piso de arriba. Los pasos continuaron al siguiente tramo de escaleras hasta llegar a mí, y con alivio comprobé que era mi jefe, que sorprendido de verme allí me gritó "¿Para esto me pides el día libre? ¿Para andar rondando por los pasillos? Anda, baja a cargar las maletas de una señora que acaba de llegar, vamos." Hice un gesto de asentimiento y bajé a toda prisa. 

La esfera estaba ahora vacía, todos los engranajes se encontraban repartidos minuciosamente por la mesa, y mi abuelo se estaba encargando de limpiarles todo el polvo y sacarles todo el brillo que fuera posible. Mi madre entró en la habitación y nos preguntó qué estábamos haciendo, a lo que mi abuelo contestó que me estaba enseñando los entresijos del "reloj del geranio". No entendí a qué se refería, pero mi madre pareció darse por satisfecha y cerró la puerta con una sonrisa y la mirada fija en el suelo. 

Bueno, como te decía, esa fue la primera vez que hablé con la muchacha, y realmente pensaba que iba a ser la última, esperaba que en cualquier momento mi jefe me llamara a su despacho y me echara a la calle por intentar ligar con jóvenes huéspedes, algo que me tenía terminantemente prohibido. Pero no fue así, y una mañana de domingo que tenía libre, mientras paseaba por los parques de El Retiro, volví a ver a aquella chica. Pero no iba sola, si no cogida del brazo de un hombre de mediana edad que parecía lucirla como un trofeo. La leve sonrisa en los labios de ella no disimulaba lo que sus grandes ojos evocaban: ausencia, desánimo, indiferencia. Cuando me vio, esto cambió, una chispa se prendió en su mirada, aunque intentó ocultarlo para no alarmar al que parecía ser su prometido. Me vio esconderme detrás de uno de los restaurantes cercanos, El Geranio -debido al gran número de este tipo de flor repartidos en macetas en torno al local- y comprendió mi intención, ya que acto seguido dijo algo al hombre y se dirigió hacia los baños del restaurante, mientras él se acercó a contemplar el lago en lo que ella regresaba. "¿Qué haces aquí? me preguntó, "¿no estarás siguiéndome?". Visiblemente desconcertado contesté "Ni por asomo, simplemente paseaba... hace ya, ¿Cuánto desde que hablamos? ¿Seis meses?", a lo que ella se apresuró a responder "Siete y dos semanas". Sorprendido por la precisión en su recuerdo, me aventuré a preguntarle "¿El que pasea contigo es tu prometido?", a lo que ella contestó, con tristeza en el rostro "Así es, es la razón por la que vine con mi padre a Madrid, casarme con algún hombre que pueda sustentarme, ya que los incendios del año pasado arrasaron nuestros olivos y no tenemos pa comer...", tuvo que detenerse en su explicación ante la amenaza de que las lágrimas brotaran de sus castañas reliquias. No sé de dónde salió aquel impulso, pero me apresuré a abrazarla, y ella lo agradeció profundamente, a juzgar por cómo me devolvió el apretón. Al separarse, se limpió las lágrimas que habían acabado por caerle, me besó en la mejilla y se apresuró a volver con el hombre que seguramente ya se estaría empezando a preocupar por su tardanza, pero la sujeté del brazo, y, tras quitármelo de mi muñeca le tendí el mejor reloj que tenía, que me había regalado mi padre. Poseía unos engranajes suizos de excelente calidad. A él a su vez se lo había legado un adinerado belga al que mi progenitor hizo el favor de esperar durante media hora a que la mujer del extranjero llegara a la estación. La muchacha se lo escondió bajo la falda para que su prometido no sospechara, más tarde le diría que se lo había regalado su padre.

Ya todas las piezas relucían y estaban listas para volver a ser ensambladas de vuelta en el reloj, pero mi abuelo permaneció unos segundos en silencio con las manos sobre sus rodillas. Yo estaba impaciente de que me siguiera contado aquella historia, pero no me atreví a decir palabra hasta que él decidiera continuar. 

Fue entonces cuando decidí adoptar una profesión propia, si quería aspirar a casarme con aquella dulzura que me tenía encandilado. Le pedí a mi padre que preguntara en su círculo de amigos si algún gremio necesitaba un aprendiz, y, una semana más tarde, tras abandonar mi puesto de botones, entré a trabajar como aprendiz de relojero. El maestro era relativamente amable conmigo, pero ante todo, en aquel taller se respiraba un profundo amor por el arte de la relojería. Durante los siguientes tres meses trabajé muy duro, y, pasado este tiempo, la desgracia se cebó con mi maestro, que perdió a su mujer y su hijo en un brote de peste en Valencia, lo que le obligó a regresar de inmediato para asistir al funeral. Tal eventualidad me colocó al frente de la relojería durante su ausencia, que se prolongó una semana, dos... Entonces recibí la carta, mi maestro no había podido soportar las pérdidas de sus seres queridos y se habia quitado la vida poco después del funeral. Aquella circunstancia, que me situaba a mí como dueño del establecimiento, me dio cierto miedo al principio. Pero tras pensarlo bien aquella noche, estaba perfectamente cualificado para sacar adelante el negocio, aquello no sería un problema. Y, lo mejor de todo, estaba en condiciones de pretender a mi amada, aunque no sabía dónde encontrarla. Pregunté a mi antiguo jefe del hotel si se seguía hospedando el hombre con la muchacha de la tercera planta, a lo que me contestó que sí, pero que tenían pensado dejar la habitación el lunes. Era jueves, por lo que no tenía demasiado tiempo. Fui a El Retiro, y a trote ligero recorrí el camino que solía seguir, pero no la encontré. No se me ocurría qué más hacer, a quién recurrir... Se lo conté todo a mi madre durante la cena, y ante los detalles de mi historia, recordó haber oído comentar en el mercado que se iba a celebrar una boda ese mismo domingo entre un muchacho de la ciudad y una andaluza. Debía encontrarla antes de que el enlace tuviera lugar, no podía soportar la idea de que aquella joven se viera sumergida en un matrimonio por conveniencia que nunca la haría feliz. El viernes cerré pronto la tienda para volver a buscarla por los jardines, sin resultado. Mi agonía crecía por minutos. Esa noche no pude pegar ojo. Llegó el sábado, ¡El día antes de la boda! Perdí todas las esperanzas, ninguna boda se detiene el día de antes, por muy bueno que fuera el nuevo pretendiente, su padre no lo permitiría. Paseó una vez más por el los céntricos jardines, sin buscarla, simplemente pensando en cómo podría haber sido su vida juntos, cómo podrían haber tenido hijos, nietos incluso, cómo habrían compartido un hogar, una vida. Podía prometer que jamás la dejaría, que la haría sentir la mejor mujer sobre la faz de la Tierra, que antepondría sus preocupaciones y necesidades a las mías propias... Inmerso estaba en estos pensamientos, con los ojos vidriosos, cuando una mano se posó sobre su hombro suavemente. Me giré lentamente al principio, pero al levantar la vista y descubrir aquella sonrisa a apenas un palmo de mí, mi cuerpo, al compás de mi corazón, dio un vuelco. "Hola...", saludó ella, tímidamente "... no podía estar más tiempo en casa, las paredes me agobian, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que estoy a punto decometer el mayor error de mi vida, y sin embargo, ni mi padre ni yo podemos hacer na, no tengo más remedio que...". La tomé de los hombros, y la dije "Tranquila, no tienes que preocuparte más, tengo mi propio taller de relojería, gano lo suficiente como para poder sustentarnos, no tienes que casarte con ese hombre... quizás con él vivirás mejor, pero yo puedo ofrecerte algo más, todo mi amor y entrega a tí... ¿Crees que tu padre consentirá cambiar la boda a estas alturas?". Sus ojos se iluminaron ante la buena nueva, y no pudo evitar empezar a reír. Al principio bajito, entrecortadamente, pero poco a poco se convirtieron en carcajadas de alegría que inevitablemente se me contagiaron. "¿Dónde está tu padre ahora?, la pregunté, y ella me respondió "Debería seguir en el hotel... ¡vamos p'allá!". Pusimos rumbo a la habitación, y allí le encontramos. Ella le explicó toda la situación, mi actual posición económica, nuestro furtiva relación... No pude evitar sonrojarme cuando dijo que me amaba y deseaba casarse conmigo más que cualquier otra cosa. Su padre permaneció muy serio mientras la muchacha no paraba de hablar, incluso cuando las lágrimas bañaron sus argumentos, él permaneció impasible. Realmente pensé que no daría el visto bueno a nuestro amor, pero, aún manteniendo el duro gesto, dijo: "¿Y a qué esperamos, habrá que informar al novio, digo yo". Ambos rompimos en un suspiro de alivio y nos miramos sonriendo. Por fortuna, el hombre con el que tenía concertado el enlace no tenía más familia que su anciana madre, y pese a la negativa inicial, el que sería mi futuro suegro supo convencerle y acabó por dar su brazo a torcer. Los cuchicheos sobre lo sucedido no tardaron en rondar por el mercado, pero nada de eso nos impidió acabar casándonos. No había sido tan feliz en toda mi vida. Ella llevaba aquel reloj que la regalé tras el restaurante, estaba resplandeciente. Y bueno, el resto de historia ya la conoces, poco después llegó tu tía, siete años después tu madre... 

Yo miraba a mi abuelo totalmente embelesado por la historia, y no había reparado en que ya había vuelto a ensamblar las piezas en el interior de la esfera y, tras ajustar la tapa y ponerlo en hora, sonrió al ver cómo seguía en perfectas condiciones. Hoy es el primer aniversario de la muerte de mi abuela, realmente creo que aquel pobre hombre no lo había superado, ni creo que lo hiciera nunca. Mi abuela fue una mujer extraordinaria, todos en mi familia la debemos tanto... Abracé a mi abuelo, que lo agradeció enormemente. Cuando nos separamos, se secó las lágrimas y se predispuso a contarme más anécdotas de mi abuela, me encara cómo se le ilumina el rostro al hablar de ella.

2 comentarios:

  1. No se si es lo primero q publica pero me gusta

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    1. Todas las entradas de este blog son publicaciones mías, me alegro que le guste.

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