Fue una mañana muy monótona, pese a que acababa de comenzar el curso ya me sentía inmerso en la rutina. Cuando acabaron las clases me despedí de mis nuevos compañeros, especialmente de la chica que se sentaba conmigo, un ángel rubio que traía a medio instituto de cabeza. Había aprendido a ser ciertamente desagradable con los chicos, ninguno duraba más de una semana intentando que se fijara en ellos, pero eso no implicaba que no siguieran suspirando cuando pasaba cerca de ellos. Según me contó, su intención era centrarse en los estudios y no dejarse distraer por relaciones de instituto. Creo que intuía mi condición y por ello era más abierta conmigo. Me hizo un gesto de despedida acompañado de una sonrisa y me dirigí hacia la parada de bus. Cual fue mi sorpresa cuando me fijé en que el muchacho de los ojos verdes estaba ahí sentado. Intenté que no notara que le estaba mirando, pero me pilló un par de veces. Entonces llegó el autobús y él entró primero, se sentó casi al final. Yo me senté tres filas por delante, y miré a través de la ventana para disimular mi nerviosismo. Estaba absorto pensando en qué haría allí cuando una voz a mi lado me sorprendió. Giré la cabeza con gesto desconcertado y, allí estaba, preguntándome que si me importaba que se sentara en el asiendo contiguo. Sin dar crédito a lo que estaba sucediendo, accedí.
Lo primero que hizo fue presentarse, me contó que se había mudado con su madre y su hermana pequeña a una casita tres aldeas después de la mía. Su padre había fallecido recientemente a causa de una enfermedad poco común cuyos tratamientos experimentales, que no llegaron a dar sus frutos, habían consumido todos los ahorros de la familia, y no habían tenido más remedio que irse a vivir a la casucha que su abuela materna les había dejado en herencia tiempo atrás. Echaba de menos a los amigos que había dejado atrás en la ciudad, y se le notaba verdaderamente destrozado por la muerte de su progenitor. Mientras, yo no podía despegar la mirada de sus ojos esmeralda, los cuales vistos de cerca eran aún más bonitos, y podía ver cómo poco a poco se iban enrojeciendo y tornando vidriosos ante los dolorosos recuerdos. Me preguntó por mí, a la vez que se disculpaba por hablar tanto, y su tierna sonrisa fue lo último que necesitaba para prendarme de él. Le hablé de mi familia, mis hobbys (que básicamente se centraban en la lectura y el ejercicio mañanero que consistiría en correr por las zonas circundantes a mi casa) y lo que estaba estudiando. Me dijo que también estaba en su último año de instituto, pero parecía algo mayor que yo, aunque obviamente no me atreví a preguntarle. Se le notaba muy a gusto conmigo, e igual de cómodo estaba yo. Maldije el momento en el que llegamos a la parada en la que debía bajarme, nos despedimos estrechándonos las manos y me bajé. Una vez abajo hice un gesto de despedida con la mano que él me correspondió.
Llegué a casa más feliz que nunca, se lo conté todo con pelos y señales a mi madre, que estaba encantada de verme tan feliz, pero una vez más me advirtió de que me andara con ojo. Sabía que tenía razón, pero la ilusión me nublaba la precaución. Estuve toda la tarde escuchando canciones romanticonas y releyendo uno de mis libros de poemas, concretamente uno de amor especialmente bonito, y pensaba cuáles podía dedicarle. Cuando intentaba concentrarme en la tarea del instituto, no podía evitar acordarme de aquellos luceros verdes, de aquella nariz chata, de aquella sonrisa cautivadora, y aquellos tirabuzones anaranjados. Me coloqué los cascos y con la música a todo volumen me senté bajo el árbol del jardín, cerrando los ojos mientras me dejaba inundar por la optimista y alegre música al tiempo que el aire me acariciaba el rostro y el sol brillaba, podía sentir el calor en mi piel y en mis venas, como una fuente de energía nueva, que me llenaba de ganas de vivir. Aquella noche me costó conciliar el sueño ante las ganas de volver a verle al día siguiente, hasta que el cansancio del día me pudo. Si hubiera sabido lo que me deparaba el fin de semana que se aproximaba, estoy seguro de que no habría sido capaz de pegar ojo.
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