miércoles, 30 de diciembre de 2015

Tacones Rojos

"Hazlo. Hazlo, por favor. Por favor...", susurré, con la boca pegada a la tuya. La fuerza con las que mis manos se aferraban a tu espalda te hicieron consciente de mi convicción. Pero no debías hacerlo. Sabías lo que pasaría después.

La lluviosa mañana de junio que te vi por primera vez, en tu ceñido vestido, pensé que eras una diosa. Quedé cautivado por tu seguridad, tu intensa y desafiante mirada, tu picardía. Si no fuera porque era el único que podía servirte el café en aquel lugar, jamás te habrías fijado en mí. Desde la primera vez que posaste la vista en mí, supiste que te pertenecía. Tardaste en volver a aparecer, tus visitas eran intermitentes, pero lo suficientemente asiduas como para mantener tu propiedad sobre mí. 

No olvidaré el día que por primera vez entablaste conversación conmigo. Quisiste saber mi nombre, mi procedencia. Quisiste saberlo todo, y yo era un libro abierto solo para ti. Tenías mi pasado y mi presente. Pero no fue suficiente, ansiabas mi futuro. No dijiste nada, simplemente te levantaste, y paseaste sus interminables piernas con el monótono sonido de tus tacones hasta el callejón al que daba la parte trasera de la cafetería. Instintivamente te seguí, como el lobo que sigue el rastro de su presa, solo que en este caso, la presa era yo. Una presa masoca y con mucha sed. Sed de deseo, de pasión, de ti. 

Te imploré que lo hicieras. Había oído hablar de ti, y quería ser el siguiente. Tus labios me rozaron. Sentí cómo un escalofrío recorría todo mi ser. Noté tu respiración al comenzar a separar lentamente tus labios, e hice lo propio. Al principio pude sentir el calor de tu boca, de tu lengua: una sensación de placer y confort que dieron paso al dolor. Una quemazón que bajó por mi garganta y llegó a cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Cuando se me empezó a nublar el sentido, sonreí. Así que era cierto. Caí desplomado al suelo, y desde ahí, en los pocos segundos que tardo mi vista en desvanecerse, pude contemplarte marchar, con tus tacones rojos, tu juventud infinita, tu alma vacía y una nueva víctima a tus espaldas.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Caminando

Siguió andando, una noche más, bajo la brillante luna llena. Con cada paso sentía las hojas y ramas crujir bajo sus pies, pese al alto grado de sensibilidad que había perdido a causa de las bajas temperaturas. Un viento leve soplaba entre los troncos de los pinos, creando corrientes gélidas que helaban sus manos. Millones de sonidos se agolpaban en sus oídos: sus propios pasos, el silbido del aire al atravesar las copas de los árboles, el rápido correr de pequeños roedores, los lejanos aullares de aves y otras extrañas melodías que era incapaz de ubicar. Pero tampoco le importaba. Nada podía detener su firme paso. 

¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No le importaba. Sabía que al final conseguiría salir de allí, tarde o temprano. Cada paso le acercaba más a su destino. No sentía nada. Ni hambre, ni cansancio, ni frío. Ni siquiera dolor. Dolor por sus magullados pies, dolor por el abandono. Había visto mal a su madre muchas veces. Siempre sola, sin ningún apoyo. Solo con responsabilidades, obligaciones, deberes, presión. No estaba dispuesto a ver caer a su madre. No se lo merecía. No después de cómo había luchado por sacarle adelante. No sería en vano tanto esfuerzo. Merecía una vida mejor. Empezar de nuevo, sin deudas, sin cargas a su espalda, sin hijo. No veía hueco para él mismo en el futuro de su progenitora. Pese a que la quería con toda su alma, la dejó marchar. Incluso puede que esa fuera la razón para que lo hiciera. Por eso, una noche simplemente se largó. Aún con el pijama salió silenciosamente por la puerta y se fue.

Anduvo. Anduvo mucho, muchísimo. El dolor le consumía, lentamente, ferozmente. Cada expiración era un hálito que dejaba escapar. Pero no se detuvo. No se detuvo cuando se cayó la primera vez. Se levantó y siguió. Tampoco la segunda vez, pese a que comenzó a sangrar por la rodilla. Incluso la tercera vez, la más liviana de todas, siguió adelante, sin su cuerpo, que expiró, como cualquier ente material. Su determinación le impidió detenerse. Libre de dolor continuó su camino. Quién sabe si llegará a su destino.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Feliz (MásVeinticuatro)

Esperé a que saliera por la puerta aquella mañana. Oí como se levantaba, se duchaba, se arreglaba y se iba. El corazón me latía con fuerza, pero me hice la dormida. No estaba dispuesta a soportarlo ni un día más. Me levanté, me vestí, saqué todo el dinero que pude del banco y me fui. Simplemente me fui, cogí un autobús que me llevaría lejos, a una ciudad de costa, siempre quise vivir cerca del mar, y qué mejor lugar para empezar de nuevo. 

Miré cómo el sol caía sobre mi regazo mientras el autobús recorría interminables carreteras. Y entonces vino, esa melodía. Era tan dulce, pero a la vez tan fuerte, me hizo sentir que formaba parte de algo. Y toda la tristeza de mi interior se derritió, por fin era libre. Lo que tanto ansiaba, una vida en la que no dependiera de nadie. Y menos de un impresentable como era ese al que solía decir marido. No me quería, nunca lo hizo. Cuantos más kilómetros hay entre nosotros, más claro lo veo. Alguien que te quiere no te grita, no te mira con cara de asco, no te desprecia. Alguien que te quiere no te golpea. Ni el primer tortazo cuando te enfadas, ni el empujón cuando no le haces la cena, ni la violación cuando no te apetece. Y lo peor de todo, el silencio cómplice en el que te sumes, por miedo. Por miedo a que se sepa, por miedo a acabar en boca de todos en el pueblo. Porque todo el mundo se cree con derecho a opinar, pero la que has vivido esas circunstancias eres tú. No son ellos los que se han pasado las noches llorando en silencio para que no te oiga. Ni son ellos los que han sentido su corazón acelerarse al oír la puerta abrirse por miedo al humor que traerá ese día de trabajar. Ni tampoco los que han tenido que fingir estar enfermos para que el resto no se enteraran de que tenían el ojo morado. 

Pero ya no tengo miedo. Ahora empiezo de nuevo. He escapado de sus gritos, de sus "Yo te necesito", de sus "¿Dónde has estado?". Pese a estar con él, nunca me había sentido tan sola. Con él me sentía de menos, inútil, prescindible, reemplazable. He estado desesperadamente sola. No he encontrado a ese alguien que de verdad me complemente y me aporte lo que necesito, apoyo y comprensión, cariño y respeto. Creo en la divinidad, y en la posibilidad. Sé que encontraré a alguien, pero ahora mismo no lo necesito. Me siento libre, independiente, por fin he tomado las riendas de mi vida y no va a haber quien me pare. Encontraré un empleo y viviré por y para mí. Como la luz de un faro en el mar, siento que la esperanza me ha seguido. Nunca pensé que podría sentirme así, y por fin puedo decirlo: soy feliz.


lunes, 30 de noviembre de 2015

Un Nuevo Principio (MásVeinticuatro)

[ L ] Se podría decir que he tenido una vida feliz. Mi mujer es la persona más maravillosa que podría imaginar, siempre ha estado ahí, me ha apoyado en todo. Me ha dado el regalo más grande que podría recibir, mi hija. Dios sabe que la he amado, desde la primera vez que besé sus labios hasta el día que parta a su lado, en el firmamento. Sí, el amor de mi vida ha fallecido esta mañana. Estoy destrozado por dentro, pero me consuela saber que se fue en paz, rodeada de los que la amamos. No ha vivido una gran vida, rodeada de lujos ni comodidades, pero juntos hemos sabido sobreponernos a todas las adversidades y, sobre todo, ser felices. 

[ M ] Como ya no puedo valerme por mí mismo, mi pequeña (aún con sus casi treinta años, para mí siempre será mi pequeña) me ha recomendado una residencia que más bien parece un hotel. Ella no puede hacerse cargo de mi, lo entiendo, y la verdad es que el sitio es bastante bonito. He recogido todo lo que quiero llevarme conmigo con lágrimas en los ojos, es duro despedirse del escenario en el que han transcurrido los años más felices de tu vida. De todas formas no tengo miedo del por venir, es tan solo una nueva etapa, con gente nueva en ambientes nuevos.

[ X ] Hoy he conocido al hombre que vive en la habitación de al lado. Aún estaba terminando de colocar mis cosas cuando ha llamado a la puerta y se ha asomado, sonriendo, pidiendo permiso para entrar. Se ha presentado, me ha hablado de su vida, como llevaba casi dos años allí, lo fantástica que era la asistencia y lo deliciosa que estaba la comida. Estuvo como una hora hablando sin parar, tiempo que pasé sin despegar la mirada de sus profundos ojos celestes. Su vitalidad me cautivó, y cuando se disculpó para ir a tomarse sus pastillas, tuve una sensación extraña. Hacía mucho que no la experimentaba, era como un ligero cosquilleo en el estómago que me dejó con ganas de volver a verle.

[ J ] Jamás he hablado de esto con nadie, y bueno, creo que es hora de sacar todo lo que llevo dentro. Desde pequeño he sentido cosas por los chicos, además de por las chicas. Pero eran años complicados y la libertad estaba muy limitada, por lo que tuve que reprimir una parte de mí y vivir bajo la otra. Jamás he tenido ningún tipo de experiencia romántica con un hombre, pese a que estuve varios años enamorado de mi compañero de trabajo, pero él nunca lo supo, es algo que me consumía por dentro, pero no tuve el valor de confesar. La única razón por la que creo que he podido soportar esta carga ha sido mi mujer, que ha supuesto un apoyo inmenso e incondicional, aunque tampoco supo nada. Y aquí estoy hoy, libre de ataduras amorosas, familiares y morales, a mis 84 años, sintiendo mariposas por, si se me permite decirlo, el hombre más guapo de la residencia. ¿Puedo acaso enamorarme a estas alturas de mi vida? Desconozco la respuesta, pero estoy dispuesto a comprobarlo. 

[ V ] Cuando la auxiliar me ha despertado cariñosamente y me ha ayudado a tomar mis pastillas de la mañana, él ha sido en lo primero que he pensado. Con lo vivaz que se le ve seguro que ya estaría vestido y dando vueltas por los pasillos dando los buenos días a todo el mundo y repartiendo sonrisas. En esto estaba yo pensando cuando oí que llamaban a mi puerta. Me giré y ahí estaba, con una sonrisa y pidiendo permiso para pasar. "Tú debes de ser el nuevo vecino, ¿Verdad? ¡Pues bienvenido al paraíso, compañero! Estoy seguro de que estarás la mar de agusto aquí...". Él seguía hablando, pero yo había dejado de escuchar. ¿No era acaso eso mismo lo que me había dicho ayer? ¿Se habría olvidado de mí? "Venga, señor Ramírez, ¿no ve que ya le contó esto mismo ayer al recién llegado?", ni siquiera había notado la presencia de aquel auxiliar. "No no no, este hombre acaba de llegar, le estoy contando un poco cómo va esto.." parecía bastante decidido a quedarse hasta que terminara de contarme todo. "No se preocupe, nunca viene mal que le refresquen a uno la memoria", dije, y el auxiliar me sonrió y siguió su ronda. 


Y así, día a día, el señor Ramírez llamaba a mi puerta cada mañana y me contaba todo lo que sabía sobre el lugar, y cada día yo le preguntaba algo sobre su vida. No me importaba que cada día me contara lo mismo con distintas palabras, no me importaba que al día siguiente no se fuera a acordar de mí. Todo lo que necesitaba era perderme en su dulce mirada marina con su melódica voz de fondo.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Leyenda de la Niebla (MásVeinticuatro)

Desde que tengo uso de razón, he estado sola. Me crié en un pacífico arrecife, de aguas cálidas y cristalinas. Al principio no le daba importancia, pero con el tiempo, ansiaba algo de compañía. Alguien con quien compartir los pequeños detalles del día a día, a quién mostrar mis secretos, mis hallazgos, alguien con quien compartir una rutina. Había una zona, a media hora de distancia de donde yo vivía, en la que unos extraños seres metalizados se sumergían y andaban por las profundidades, como investigando el perímetro. Les tenía pavor, jamás me acerqué ni me dejé ver, pese a que la curiosidad me llevara a observarlos de vez en cuando.

Una mañana en la que en la superficie había una niebla tan espesa que apenas se podía ver lo que había a un brazo de distancia, me envalentoné y saqué la cabeza unos segundos para observarles. Aún estaban en la barca preparándose para sumergirse. Aprovechando mi excelente visión, pude quedarme mirándoles sin que notaran mi presencia. Eran dos, un hombre de pelo canoso y una joven de cabellos rojos como el coral y ojos de un tono de verde que no había visto en mi vida. "Bájeme ya, padre", dijo, se puso el casco, se sentó al borde de la embarcación y se dejó caer. Una correa metálica la mantenía unida al barco. No pude resistirme, y me asomé, dejándome ver por aquel ser de metal. Visiblemente sorprendida pero embargada por la curiosidad también, vi cómo se me acercaba poco a poco. Cuando apenas unos metros nos separaban, mostré mi cuerpo entero, dejando que contemplara la gran y fuerte cola que partía desde mi cintura. La mujer se quedó tan impactada que estuvo varios minutos sin moverse. Me temo que la asusté, pues presa del pánico, volvió lo más rápido que pudo a la superficie. Volví a mi arrecife y lloré desconsoladamente ante el rechazo del primer y único ser que podría hacerme compañía el resto de mis días. 

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− ¡Padre, padre, no se va a imaginar lo que he encontrado ahí abajo!
− ¿El qué hija? ¡Dímelo ya!
− ¡Una sirena! Madre mía, al principio no me lo podía creer, incluso temí por mi salud mental, pero no, ahí estaba, delante mía, con su cabello dorado flotando y su multicolor, interminable y escamosa cola. 
− ¿De verdad? ¿Seguro que no fueron alucinaciones? ¡Qué alegría me das, vamos a ser millonarios!
− Sí, además parecía sentir curiosidad por los trajes de buzo, así que no creo que me vaya a costar capturarla para poder venderla a algún museo y ser catapultados a la fama, ¡Qué felices vamos a ser, padre!
− Ya lo creo querida, voy a preparar una red lo suficientemente grande y resistente como para que mañana puedas capturarla, ¡No puedo esperar a que llegue el momento en que la tengamos arriba en el barco!
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Al día siguiente, volví con la esperanza de ver una vez más aquella belleza pelirroja, y, cuál fue mi sorpresa, cuando la descubrí ya en el fondo marino, pero con algo en sus manos, una especie de red, que me recordó a la que algunos grandes barcos utilizaban para atrapar enormes masas de peces. Aquello me parecía repulsivo, atrapar a aquellos pequeños seres me parecía algo de lo más deplorable, no hacían daño a nadie, no había razón para que aquellos abusones les capturaran y sacaran de sus hábitats con a saber qué cruel finalidad. La rabia se apoderó de mí, y, armada con un afilado coral, me acerqué a toda velocidad al metálico intruso y corté la gruesa correa que le permitía regresar a la superficie. A continuación, con mi agilidad natural, le arrebaté la red y la empleé para arrastrarla hasta mi hogar. Fue un duro camino, pues durante los primeros veinte minutos oponía una continua pero salvable resistencia, mas después parece ser que decidió dejar de luchar y se dejó llevar. 

La coloqué frente a mí coral preferido, justo al lado de donde suelo dormir. Me encanta tener a alguien conmigo, con quien compartir los pequeños momentos. Alguien que no me va a abandonar. Me siento tan afortunada, es todo lo que podía pedir. Cada noche se lo agradezco a Santa Úrsula por darme la oportunidad de disfrutar de una compañera tan increíble como Leira, que es como suelo llamarla, ya que nunca me dice su nombre. Presiento que juntas seremos felices el resto de nuestra vida, no hay nada mejor que compartir experiencias juntas por siempre.

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Cuenta la leyenda que las mañanas de intensa niebla, si se navega por el arrecife, es posible cruzarse con un antiguo y abandonado barco en el que un viejo marinero llora amargamente sosteniendo el final de una seccionada cadena metálica.
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miércoles, 11 de noviembre de 2015

Hola

Hola, soy yo. ¿Puedes oírme? No sé qué hacer para que me cojas el teléfono. Parece ser que he dejado de importarte, pero tú a mí no. Pienso en ti cada día, cada minuto, en cada acción del día, imagino cómo sería a tu lado. Hoy he vuelto a la pequeña casita que solíamos alquilar, ya sabes, cerca del monte. Nos encantaba ir allí, los dos solos, en medio de la naturaleza. Sin nadie que nos molestara, éramos realmente felices. Por eso te llamo, porque quiero que me digas qué nos pasó, por qué te fuiste. Apenas fue una discusión más, no sentía las palabras que dije. Quiero que lo sepas, esto lo hago para decirte que siento de veras haberte roto el corazón. 

Debes de haberte recompuesto, seguido con tu vida. Quizás yo debería hacer lo mismo, pero no puedo. Lo intento, una y otra vez. Y siempre acabo igual, llamándote, debo de haberte llamado mil vecespero cuando lo hago parece que nunca estás en casa, o simplemente no quieres cogerlo. Me duele mucho que no quieras enfrentarte a esto, a mí, a lo que sentimos, a lo que sentíamos. Yo estoy en California soñando sobre lo que solíamos ser y tú, quién sabe, lo mismo estás casado y con hijos. Me ha costado mucho reunir el valor suficiente como para volver aquí, donde sucedió todo, donde te vi por última vez, donde nos dimos el último adiós. Se me ha venido el mundo encima cuando he empezado a ver surgir la casa en el horizonte mientras conducía, ver lo descuidados que están los jardines ahora que no estás para cuidarlos, las estancias, llenas de polvo, pero como si el tiempo no hubiera pasado. De verdad que tenía la sensación de que en cualquier momento ibas a bajar por las escaleras con esa sonrisa tuya, tan cálida y reconfortante, me ibas a abrazar como solo tú sabes, y me ibas a susurrar al oído que todo acabaría saliendo bien. ¿Sabes? Aún está ahí la fotografía que nos hicimos el día que nevó tanto que se atrancó la puerta y tuvimos que entrar por la ventana, seguro que lo recuerdas. Fue uno de los mejores días de mi vida, y muestra de ello es que fuera contigo. Al ver aquellos sofás, no pude evitar recordar mi absoluta convicción de que acabaríamos juntos, dos ancianitos sin nada más que unas manos cruzadas y una vida entera compartida juntos. Fue entonces cuando salió el tema de los niños. Sabes que yo nunca he querido hijos, mi madre murió en el parto y me crió mi padre, un hombre con graves problemas con la bebida, a causa, principalmente, de lo de mi madre. Me crié prácticamente sola, conocí a muchos niños huérfanos y en situación de desamparo. Sé que la medicina ha avanzado mucho, pero debiste comprender que era algo que estaba fuera de mi alcance emocional. Pero no lo hiciste, debiste pensar que era por ti, que no te quería lo suficiente, que no pensaba que serías un buen padre. Nada más lejos de la realidad, no se me ocurre un padre mejor que tú, eres un hombre admirable. El mejor que he conocido y conoceré jamás.

Si miro desde la ventana de mi habitación aún puedo verte marchar, el coche alejándose entre los árboles, las lágrimas recorriendo mis ojos, empapando mis mejillas, aquel dolor, un calor intenso y abrasante en el pecho, me temblaban las rodillas solo de pensar que no volvería a verte. Por eso ahora, te saludo desde el otro lado, para que sepas que sigo aquí, esperándote, y te llamaré las veces que haga falta. Al menos puedo decir que lo he intentadoDicen que el tiempo cura las heridas, pero esta no creo que sea capaz de cicatrizarla nunca, por muchos más años que pasen. Lo siento.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Crónicas del Averno, pt II. (MásVeinticuatro)

Un amplio salón, tres habitaciones, un par de cuartos de baño, una bien equipada cocina y un inmenso jardín fue el lugar al que llamamos hogar, y en el que decidimos criar a nuestro pequeño. Salía de cuentas en poco menos de dos meses, y ya exhibía un bombo considerable. Nos habíamos mudado a un pequeño pueblo del noroeste peninsular, incrustado entre una densa vegetación que servía de muralla natural, a excepción de la carretera principal que comunicaba con el exterior. Por fortuna, la matrona del pueblo era conocida por sus buenas prácticas, era una mujer que, pasados los sesenta años, tenía una amplísima experiencia. El día del parto fue cuanto menos, inusual. Cuando comencé a sentir las primeras contracciones, el cielo se tornó nublado, como augurando tormenta. Manuel me llevó al centro de salud, donde me esperaba Estefanía, la matrona. "Ya está cerca, es el último esfuerzo", me decía. Rompí aguas, y comenzó a llover. Cada contracción que sentía, un relámpago estallaba y el firmamento tronaba con fuerza. Así una y otra vez, hasta que al fin el pequeño asomó la cabeza. Cuando rompió a llorar la tormenta cesó de golpe y el cielo se despejó de inmediato. La eufórica felicidad que sentíamos mi marido y yo nos impidió notar todo esto, ni tampoco los pequeños detalles que le acompañaron en su crecimiento. 

El día de su primer cumpleaños, estando todos sentados en la mesa para festejar el aniversario del nacimiento de nuestro pequeño, a la hora exacta en la que nació, las 2:30, el relámpago más intenso que había visto en mi vida inundó la sala, y tras ese segundo, Daniel había desaparecido. La histeria se apoderó de nosotros, pero entonces lo comprendí: cuando la muerte me agarró de la cadera había maldecido mi vientre de tal forma que mi primogénito me sería arrebatado al cumplir su primer año. ¿Cómo pude ser tan tonta y no darme cuenta? La culpa me corroía, por mi egoísmo, por querer recuperar a mi marido, ahora habíamos perdido a nuestro hijo. Pero esto no quedaría así, y recurrimos a otro método con el que contactar con el otro mundo. Sin tiempo que perder, nos dirigimos a un pantano que se encontraba unos kilómetros al norte de nuestro hogar el cual se decía que era un portal al otro lado. De un salto nos sumergimos y comenzamos a buscar a nuestro hijo. A lo lejos divisamos una luz tenue, y al acercarnos descubrimos que se trataba de la muerte, que en una mano llevaba un candil y en la otra sostenía a Daniel, que dormía plácidamente. Intentamos abalanzarnos sobre ella, mas nos era imposible, una fuerza invisible nos lo impedía. Las lágrimas de impotencia brotaban de mis ojos, hasta que la sorpresa cortó de pronto el flujo.

Una sombra apareció por detrás de la muerte y con un rápido movimiento cogió al pequeño para esconderlo dentro de su capa. Tras lo cual, dio un giro de trescientos sesenta grados y desapareció. La parca prendió en llamas de la furia durante unos segundos, espacio de tiempo que aprovechamos para escapar. Nos sentamos exhaustos en la orilla, y al notar el agua moverse de manera inusual, introduje la cabeza para ver qué sucedía, y ahí estaba aquella sombra, que al quitarse la capucha no era otra que mi abuela, que me tendía a Daniel. Lo cogí justo a tiempo, la muerte la agarró por el cuello y se deshizo ante mis ojos. Con un brazo saqué al niño del agua al tiempo que la muerte me tiraba del otro hacia abajo. En cuanto noté que Manuel puso a Daniel a salvo, dejé que la muerte tirara de mí. Mi marido me agarró del brazo y me suplicó que luchara, pero yo lo tenía claro: "Lo siento cielo, cometí un error, no debí traerte de vuelta, la muerte no nos dejará hasta que recupere un alma, y no estoy dispuesta a que sea la de nuestro pequeño. Cuida de él, es imposible escapar de sus redes, la muerte siempre gana; lleva demasiado tiempo en el juego y ha pasado de acatar las normas a dictarlas. Hasta siempre amor mío".

lunes, 26 de octubre de 2015

Crónicas del Averno, pt I. (MásVeinticuatro)

Fue una cálida mañana de julio cuando se lo llevó. Yo estaba terminando de preparar su plato preferido, risotto de boletus, para celebrar su ascenso. Era su último día de trabajo de calle, por fin le ascendían a oficinas, donde estaría seguro. Los policías asignados a esa zona asumían un riesgo muy alto, de hecho ya le habían herido varias veces. Estaba en la cocina, pendiente de la sartén y bailando al ritmo de la radio, cuando sonó el teléfono. Bajé el volumen y descolgué: "¿Sí? Sí, soy yo. ¿Cómo?" las facciones se me quedaron congeladas en una mueca de sorpresa y horror al tiempo que notaba en mis ojos ese cosquilleo que precede a las lágrimas. "Gracias", apenas dije con un hilo de voz y colgué. Tuve que sentarme, no podía creérmelo. Una redada. Justo hoy. Un tiroteo. Dos agentes fallecidos. Uno de ellos Manuel. Disparo en el pecho, muerte instantánea. La posibilidad de ir a velarle al tanatorio. 

Fue un momento muy confuso, todo me daba vueltas, en mi cabeza un vaivén de flashes de recuerdos de los dos juntos me mareaban y destrozaban el alma poco a poco. Pero si algo tenía claro, era que no iba a acudir al tanatorio ni al funeral. Esos eventos no son para los muertos, ellos no son conscientes, sino para los vivos que quedan y sufren sus muertes, y a ellos no les debía nada. Me encerré en mí misma, no dejé que ni el más mínimo atisbo de luz del exterior penetrara en mis adentros. Un día, preparé un pequeño equipaje y conduje al noroeste peninsular. Cerca de un espeso bosque encontré un pequeño hostal, donde pagué por una noche. Dejé parte del equipaje en la habitación y, con una pequeña mochila al hombro, partí a las once de la noche hacía el interior de la foresta. Con una linterna apuntando al suelo busqué lo que necesitaba, y tras cuarenta minutos andando lo encontré. Corté cuidadosamente aquel hongo de raíz y lo sostuve en mi mano mientras me recosté contra un grueso árbol. Miré el reloj, era casi la hora. En el segundo en el que las manecillas del reloj de bolsillo que había heredado de mi familia materna marcaron las doce, seccioné mi muñeca izquierda con un pequeño puñal, y a continuación aspiré con todas mis fuerzas el interior de aquella seta. En un segundo todos mis sentidos se anularon y así permanecí unos instantes, hasta que una luz a lo lejos comenzó a acercarse. Poco a poco, paso a paso, algo se acercaba, con un candil encendido en la mano. Pude distinguir en su silueta que se trataba de un hombre de avanzada edad, ligeramente encorvado, cubierto con una túnica negra con la capucha puesta. Mis predicciones se confirmaron cuando frente a mí, se descubrió el rostro y me miró fijamente, con sus cuencas vacías. La muerte, encarnada en un esqueleto, se dirigió a mí: "Hace mucho que nadie llega por ese camino, por lo que deduzco que eres...", "Nieta de una meiga, sí." le interrumpí. 

"Es una pena que ya no queden, eran unas magníficas proveedoras de todo tipo de ungüentos y remedios, que gentilmente les intercambiaba por conjuros. ¿Qué te trae aquí querida? Según he oído llevas meses ausente de tu propia vida, ¿Acaso deseas abrazarme a mí en su lugar?" dijo con una sonrisa torcida. "En efecto, estoy aquí para entregarme a ti, tengo entendido que valoras más a tus siervos si aún están vivos.", tanteé. "Así es, más tu cuerpo está cercano a fallecer, la herida de tu muñeca pronto te sesgará la existencia terrenal, ¿Cómo piensas sobrevivir a...?", se detuvo sorprendido ante mi veloz movimiento: me abalancé sobre él y contra todo pronóstico, le besé en la boca. Mi plan salió a la perfección, cuando me separé de él, ahí estaba Manuel a su lado, las profecías eran ciertas: besar a la muerte resucita a la persona de la que se está enamorado. Agarré del brazo a mí tan añorado marido y corrí en dirección contraria al malévolo ser que al percatarse de la treta y sentirse utilizado me agarró de la cadera, pero logré zafarme y escapamos, escuchado de fondo unas risas demoníacas que no se me irán de la mente mientras viva.

Abrí los ojos, con la muñeca sangrando, las hojas de debajo cubiertas de mi sangre y Manuel a mi lado. Me llevó corriendo a un hospital cercano en el que me recuperé en pocos días. Al parecer el efecto de las esporas de la seta ralentizaron la circulación, y eso me salvó la vida. Mi amado y yo nos mudamos de inmediato, no creímos adecuado informar a la poca familia de Manuel de su sobrenatural regreso al mundo de los vivos. Una pequeña pero acogedora casita de campo fue el escenario que elegimos para criar, poco más de un año después de lo sucedido, a nuestro primogénito en camino. Nunca habíamos sido tan felices, y no sospechamos que la razón de nuestra plenitud sería también la de nuestra perdición, pero eso ya es otra historia... 

Continuará.


lunes, 19 de octubre de 2015

Diario Inacabado (MásVeinticuatro)

[3:47 / 22-09-13] Marian ha salido por la puerta, con lo puesto, ha cogido el coche y se ha ido. Las lágrimas cubrían su rostro. Nunca le había visto tan disgustado. Me quedo de pie en el porche, viendo como los focos traseros se difuminan en el horizonte.

[18:13 / 16-09-13] Acaba de terminar la segunda película típica vespertina de temática policíaca. Marian descansa plácidamente a mi lado, es tan dulce cuando duerme. Acaricio suavemente su barba y al tiempo abre sus grandes ojos azules. Mira el reloj. Pega un brinco, murmura "maldición, el psicólogo", llega tarde. No sabía que tenía un compromiso, le habría avisado con antelación de haberlo sabido.

[4:26 / 19-09-13] Pese a salir a las 12 de trabajar, Marian acaba de llegar a casa. Está borracho, le ha costado abrir la puerta. Se ha tumbado en la cama conmigo sin quitarse la ropa siquiera. El olor a alcohol inunda la habitación. Me hago el dormido, no quiero discutir.

[14:55 / 15-09-13] He ido a hacer la comida y al abrir la nevera he descubierto que estaba prácticamente vacía, ¿hace cuánto que no hace la compra? Apenas come últimamente. Con lo voraz que había sido siempre su apetito...

[12:09 / 17-09-13] Dana, la gata de Marian, se ha escapado. Ha saltado desde la ventana de la primera planta y al cruzar la carretera un coche le ha golpeado. Al oír el jaleo fuera hemos salido a ver qué pasaba. Se ha arrodillado ante el pequeño animal, que ha expirado por última vez entre sus brazos. Por la tarde irá a enterrarla al cementerio de mascotas de la cuidad.

[10:18 / 20-09-13] Marian se ha quedado dormido. Cuando se ha despertado, dos horas más tarde de lo normal, se ha preparado a toda prisa y se ha ido corriendo, maldiciendo al despertador averiado. No será porque no le avisé unas cuantas veces de que se le estaba haciendo tarde, pero no me quiso hacer caso. Acaba de llegar a casa porque le han despedido, al parecer tenía los nervios a flor de piel y se ha puesto a gritarle barbaridades a su jefe.

[17:32 / 18-09-13] Se acaba de encerrar en el baño. Desde la puerta puedo oírle llorar desconsoladamente. Por mucho que intento que me deje entrar, no lo consigo. Se escucha el sonido de algún objeto metálico pequeño caer al suelo. Cuando por fin sale descubro que era una cuchilla, pero parece que no ha reunido el valor suficiente para autolesionarse. Doy gracias por ello. Ojalá me escuchara cuando le digo que todo mejorará.

[20:40 / 21-09-13] Marian está agotado física y mentalmente. Lo noto en sus ojeras, en su falta de sueño. Ha estado toda la mañana en la cama, inmerso en sus pensamientos. Un flujo constante de saladas pequeñas porciones de su dolor aguadas recorren sus mejillas hasta ir empapando, poco a poco, la almohada que compartimos. Le acaricio el pelo y le susurro que estoy aquí con él.

<< Marian falleció el 22 de septiembre del 2013, al precipitar su vehículo desde el puente de un lago cercano a su domicilio. Fuentes aseguran que no había sido capaz de superar la reciente muerte de su pareja, debida a un repentino paro cardíaco. Se ha encontrado lo que parece ser la nota de suicidio del joven de 28 años: "Lo he intentado con todas mis fuerzas, pero no soy capaz de luchar si no estás conmigo, no puedo seguir si me faltas.." >>.



aloha.com

lunes, 12 de octubre de 2015

El Deseo Final (MásVeinticuatro)

Abrí los ojos. La intensa luz de la sala me cegó unos segundos, después pude comprobar dónde me encontraba. Una habitación individual de hospital. Tras la ventana solo había oscuridad, era noche cerrada. Mis brazos estaban plagados de agujas que me conectaban a ruidosas máquinas. Me desprendí de las vías y me senté al borde de la camilla. La cabeza me daba vueltas, cuando intentaba recordar cómo había llegado ahí, un pitido ensordecedor sonaba dentro de mí y me producía mareos. Cuando reuní el equilibro suficiente me levanté. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde mis desnudos pies hasta el cuello. Me acerqué a la puerta y la abrí despacio. Me asomé al pasillo, estaba desierto. Avancé lentamente por el camino izquierdo. Todas las demás salas estaban vacías, ni un solo ruido se escuchaba. Tanto silencio empezó a incomodarme, y progresivamente aumenté el ritmo de mis zancadas. Las estancias estaban tenuemente iluminadas por halógenos blancos. Llegé hasta unas escaleras de piedra y empecé a descender por ellas. Un cartel rezaba "Planta Baja". Empujé la puerta roja que daba paso al hall de recepción y di un paso adelante.


El perpetuo silencio en el que estaba sumido se rompió de pronto: una serie de enfermeros empujando una camilla y asistiendo al paciente que en ella se encontraba entraron atropelladamente en el edificio. Le colocaron sueros y vías, y cruzaron una puerta lateral a toda prisa. Unos segundos después llegó corriendo un hombre, que ahogado de tanto correr se paró unos segundos a coger aire. Había algo familiar en su rostro, juraría que lo conocía. El recién llegado se acercó a preguntar a la recepcionista que en qué sala se encontraba Margarita Duarte, su mujer, que acababa de entrar a punto de dar a luz. Entonces lo recordé: ese era el nombre de mi hija, y aquel no era otro que su marido, Marcial. La funcionaria le indicó la sala y tras darle las gracias, ambos salimos corriendo. Siguiendo las indicaciones de los carteles que estaban pegados en las paredes Marcial encontró la habitación en la que se encontraba mi hija y entró. Le segu, y me coloqué en un lateral, cerca de mi niña. Tenía el mismo rostro de dolor que treinta años atrás observé en mi hace tiempo fallecida mujer. Fueron unos cuantos largos minutos, en los que ni su marido ni yo la soltamos la mano, ni dejamos de animarla, aunque ella solo parecía hacerle caso a él. Al cabo de media hora ya estaba más o menos recuperada y sostenía en brazos a mi preciosa nietecita, Alba. Sus caras rebosaban alegría, jamás había visto tan feliz a mi hija. 


Entonces de pronto un fuerte mareo envolvió mi cabeza, hasta el punto de robarme la visión. Todo se fundió a negro. El vaivén cesó y pude escuchar una clara voz femenina: "Aquí has tenido tú último deseo, poder ver nacer a tu nieta, esto sucederá dentro de casi dos años, considera este regalo como tu propio paraíso." Solo pude murmurar "gracias, Dios" antes de abandonar finalmente mi alma.



lunes, 28 de septiembre de 2015

El Último Cliente (MásVeinticuatro)

Terminó de subirse el liguero. Ya estaba amaneciendo, terminó de recoger sus cosas de la habitación y cerró despacio la puerta desde fuera. Cuando llegó a la calle, los primeros rayos de sol hicieron brillar sus lágrimas como pequeños diamantes en sus mejillas. Volvió a su minúsculo piso, con cincuenta euros más y el corazón un poco más destrozado. Era su vigésimo quinto cumpleaños, y allí estaba, ella sola tirada en el sofá. No tenía ánimos ni de encender una vela sobre un muffin y soplarla. No tenía nada ni a nadie en el mundo. Huérfana desde pequeña, tras unos pocos trabajos temporales al abandonar el orfanato, no le había quedado más remedio que ganarse la vida con lo único que le quedaba: su cuerpo. Ser una dama de la noche nunca es sencillo, es un ambiente oscuro, con personas turbias y situaciones denigrantes. Pero ella sufría un agravante extra. No podría amar a los hombres ni aunque quisiera. Simplemente no era capaz, cuando la tocaban, cuando la besaban, cuando la tomaban, no era capaz de sentir nada, nada además de dolor. No un dolor físico, sino un dolor mucho más profundo. Anhelaba unos delicados brazos de mujer que la abrazaran y la hicieran sentir especial, con suavidad y dulzura. Podía notar cómo su alma se resquebrajaba tras cada noche. Y todo por unos míseros billetes, que apenas le llegaban para mantener el pisucho y alimentarse.

Pese a ser el aniversario de su nacimiento, como nadie le iba a invitar a comer ese día -ni ningún otro-, debía trabajar  para poder tener algo que llevarse a la boca. Iba de camino al polígono donde solía esperar a quien la buscase. Una furgoneta grisácea se detuvo a su lado, y el conductor la ofreció subir. No solía hacer este tipo de cosas, pero la depresión en la que estaba sumida ayudó a que no pusiera pegas. Condujo hasta un descampado bastante apartado de la cuidad. El cliente se bajó y se dirigió hacia la puerta del copiloto. Mientras pasaba por delante de ella, a través de la luna, pudo ver que se trataba de un hombre bastante robusto y de bastas formas. Abrió bruscamente la puerta y tiró de ella agarrándola del brazo. La arrastró por el suelo mientras gritaba y pataleaba, hasta la cabina trasera de la furgoneta, donde tenía colocadas una serie de cuerdas y arneses con las que inmovilizó a la joven mientras perpetraba su cruel delito. Los desgarradores gritos solo fueron escuchados por las estrellas, nadie vino a salvarla. Cuando el hombre se cansó, la cargó en el vehículo y la dejó tirada en el suelo en la calle donde la había recogido, muerta de frío y dolor. 

Si no hubiera sido porque Esmeralda pasaba por allí y llamó inmediatamente a una ambulancia, habría perdido la vida antes del amanecer. Tardó dos semanas en recuperarse físicamente de las lesiones sufridas, pero las heridas internas fueron más lentas de cicatrizar. La mujer que la había salvado había estado cada día con ella, acompañándola en su soledad en el hospital. Hablaron mucho, y rápidamente se cogieron cariño. Esmeralda le ofreció hogar y un trabajo más estable, algo que ella aceptó sin dudar. Resultó que la mujer era la madame de una casa de citas bastante céntrica, y recientemente había quedado vacante el puesto de encargada. La noche en la que la encontró, en realidad estaba buscando a una de sus chicas, pues sospechaba que se había escapado a ganarse un sobresueldo a sus espaldas. La fortuna sonrió por primera vez a la muchacha en toda su vida, y justo un año después, en su vigésimo sexto cumpleaños, aquel burdel se cerró para celebrar por todo lo alto el acontecimiento. Las chicas la tenían en alta estima, y Esmeralda, la mujer de la que estaba profundamente enamorada, era ahora también su prometida, incluso habían planeado la luna de miel... Un viaje al mismísimo Moulin Rouge en la cuidad del amor.

martes, 22 de septiembre de 2015

Demolición

Me preocupaba por ti. Me importabas. Creía que yo te importaba. Luché por ti. Intenté que funcionara, vaya si lo intenté. Cegado por mi egocéntrica esperanza de cambiarte, me volví a equivocar. Por millonésima vez en mi vida, cometí un error. Pensar que ibas a ser capaz de cambiar a alguien, o al menos tu punto de vista, fue inútil. No soy suficiente, nunca lo he sido. Me han dicho que merezco algo mejor, alguien que también luche por mí, que no sea una relación unidireccional. Ese alguien existirá, es posible que ya lo conozca, o puede que no. Pero me gustas, vaya si me gustas. Me gustas por dentro y por fuera. Eres tan complejo... Me fascinas, es obvio que te infravaloras, podrías ser muy grande, pero para ello necesitas a alguien que consiga convencerte de ello. Yo no he sido capaz, pero lo he intentado, vaya si lo he intentado. Darle más vueltas no va a cambiar nada, pero quiero que esto sea la última vuelta que le doy, en la que dejo clara mi posición ante la situación. Te ofrecí todo lo que tenía, todo lo que era. Y lo rechazaste. No creo que te hayas equivocado. Es posible que en un futuro te arrepientas, y es posible que entonces sea tarde, o puede que no. Cada persona es un mundo, y el mundo cambia a cada segundo, nunca es igual que el instante anterior. Las vueltas que da la vida. ¿Qué derecho tiene uno de lamentarse de su soledad cuando empuja a la gente que se preocupa por él de su vida? Una vez me dijiste que absolutamente todo el mundo se va de tu lado, que nadie permanece. Es muy posible que tengas razón, y eso no tiene por qué ser algo negativo. Personas hay de sobra en este mundo, las suficientes para cubrir los constantes recambios de amistades de varias vidas. Realmente te estoy agradecido por haberme permitido ser una de esas personas que han pasado por tu vida y te han dejado más o menos huella. Espero de todo corazón que todo te vaya bien, y seas feliz, por dentro.

"Don't you ever say I just walked away,
I will always want you.
(...)
All I wanted was to break your walls, 
all you ever did was, wreck me."





lunes, 21 de septiembre de 2015

Colores

"Tú eras rojo, y yo te gustaba porque era azul.
Me tocaste, y de repente yo era un cielo lila.
Y decidiste que el morado simplemente no era para ti."

Cuando te fuiste volví a mis tonos azulados, pero oscurecí varios matices. Pasé del azul al zafiro, y de ahí al turquí. No quise volver a tocar a nadie más, el resultado habría sido demasiado sombrío como para albergar alguna clase de futuro. Me refugié en mí mismo, en mi soledad. No había salida, o al menos yo no era capaz de verla. Hice cosas de las que no estoy orgulloso. No era yo mismo, solo un vano despojo de lo que tú dejaste. Te llevaste mi luz, mi ilusión, mi esperanza. Nunca me había sentido tan pleno como cuando estaba contigo, aquella purpúrea relación me llevó a lo más alto, y proporcional fue la caída tras tu abandono. 

Entonces le conocí. Salía de un club con la cabeza gacha, en solitario. Era pasada media noche, y la fiesta del local estaba en su cenit. Él era grisáceo, un tono ceniza ahumado. Pero noté algo especial, y le seguí. Se detuvo en una parada de bus, me decidí a hablarle. Le pregunté si no era algo pronto para volver a casa, con mi habitual sarcasmo. Exhaló a la par que esbozó una leve sonrisa. Quizás fuera por las copas que había tomado, pero empezó a hablarme de su situación, de lo solo que se sentía. Su autobús llegó, me dijo "hasta luego" y se fue. Me quedé perplejo. ¿Habrían sido sus ojos oscuros? No podía explicar cómo ni por qué, pero sentí la necesidad de volver a verle. Ocasión que tardó en llegar.

Esa mañana no tenía universidad, pero me desvelé temprano y decidí ir a desayunar a alguna cafetería cercana. El olor a croissant tostado me obligó a entrar en una que estaba a vuelta de la esquina, me senté en una mesita junto a la ventana. Pedí dos de aquellos deliciosos bollos y un café. Cuando ya había acabado de comer y terminaba la taza, pasó por delante. Al principio no le reconocí, se había oscurecido mucho, llegando al tono de gris marengo. Apuré lo que me quedaba de café y salí a su encuentro. No esperaba que me reconociera, pero sin embargo lo hizo. Tenía que aprovechar la oportunidad, así que le propuse cenar aquella noche, y aceptó. Con la condición de que él elegiría el lugar. Tras concretar la hora, siguió su camino, llegaba tarde a trabajar.

No podía dejar de pensar en esa noche, los nervios corrían por mis venas, la emoción se agolpaba en mi pecho. "Apenas le conoces", me decía. Pero no podía evitar sentir la ilusión de aquella cita. Llegué puntual, al igual que él. He de reconocer que era un restaurante precioso, con un aire sofisticado y elegante. La cena estaba exquisita, acompañada de un impecable metre. Salimos cogidos del brazo, y dimos un paseo mientras le acompañaba a su casa, que estaba a un par de manzanas. Me invitó a subir. Accedí. Vivía en un estudio, no muy grande pero acogedor. Me pidió que me sentara en el sofá mientras servía dos copas de vino, y así hice. Me cedió una copa y se sentó a mi lado. Vi que iba a empezar a hablar, dejé el vino en la mesita donde lo había dejado él tras dar un sorbo, abracé su cabeza con mis manos y le besé. El resultado natural de la mezcla de nuestros colores habría sido muy cercano al negro, pero contra todo pronóstico, una luz celeste iluminó la estancia. Cuando separamos nuestros labios, yo brillaba en un tono cyan, pero él, él era, como yo había apostado, el matiz más puro de blanco. Era cegador, rebosaba de energía. Volví a besarle, una y otra vez, durante toda la noche y parte de la madrugada. Cuando amanecí en su cama y recordé lo que había pasado aquella noche, giré la cabeza, y ahí estaba. Quedé profundamente cautivado por su aura nívea y me encapriché de tener una vida juntos. 

Hoy puedo decir que soy feliz. Y gran parte de la culpa, la tiene él.


Atentamente, el sinestésico al que dejaste marchar.

lunes, 14 de septiembre de 2015

La Sonrisa Oculta (MásVeinticuatro)

Érase una vez una chica. Contaba ya 15 años, era bajita y delgadita. Le gustaba vestir de colores oscuros, gris, azul marino, granate... Pero su preferido era el negro. No solía maquillarse, eso no iba con ella. Una larga melena azabache caía sobre sus hombros. Era una de las cosas que más amaba en el mundo, su cabellera. A esta lista se unían su gato Salem y los caramelos. Era bastante introvertida, apenas contaba con dos amigos. Su mejor amigo hacía unos meses que se había estado distanciando de ella, al parecer solo tenía tiempo para su novia. Su mejor amiga, sin embargo, solía ir a su casa algunos fines de semana, estaban muy unidas. Su rasgo más característico era que nunca, jamás, se la veía sonreír. Eran pocas las ocasiones en las que lo hacía, y siempre agachaba la cabeza al hacerlo. Hablaba bajito, con la cabeza gacha también. En clase siempre pasaba inadvertida, al fondo del aula, concentrada en sus dibujos. Era increíble el nivel de detalle que alcanzaba a veces, tenía un auténtico don para ello. Solía sacar notables en casi todos los exámenes, gracias a su alta capacidad de retentiva y el tiempo que dedicaba cada noche a revisar los apuntes. Llevaba una vida tranquila, o eso parecía de puertas para afuera.

La adicción a los caramelos se desbordó una tarde de invierno. Solía esconderlos en el segundo cajón de su escritorio, dentro de antiguos estuches en los que a nadie se le ocurriría mirar. Hiciera lo que hiciera, ya fuera estudiar, leer, dibujar o escuchar música, siempre tenía un dulce en la boca. Era una necesidad para ella. Había intentado dejarlos, Dios sabe que sí, pero era incapaz. El azúcar llenaba un hueco dentro de ella que era imposible de ocupar de otro modo. Era muy habitual que junto con el envoltorio vacío, escondiera una lágrima prófuga de su desgracia y arrepentimiento. Es esto precisamente lo que estaba haciendo cuando su madre entró inesperadamente en su cuarto. Nina se sobresaltó e intentó disimularlo de algún modo, pero fue imposible. La mujer que la observaba sorprendida desde el marco de la puerta se acercó con grandes pasos, descubrió el arsenal de caramelos de su hija y empezó a gritarla y pedirle explicaciones. Ella se tapó la cara y lloró desconsoladamente, pero eso no evitó que su madre le quitara las manos del rostro y se lo sujetara con las suyas propias para obligarla a mirarla a los ojos. Durante el segundo en el que la niña abrió la boca para recuperar el aire expulsado durante el berrinche, aquella mujer se convirtió en la segunda persona en el mundo que había visto el estado de la dentadura de Nina. La primera y única hasta el momento había sido ella misma, que todas las noches se miraba desnuda en el espejo, sobre todo sus corroídos dientes, ya que ni el dentífrico ni sus amargas lágrimas solucionaban el problema. Éste tenía unas raíces muy profundas, era algo mucho más complejo que unas caries.

Su madre la prohibió terminantemente volver a probar un solo dulce y se aseguraba de que se lavara los dientes después de cada comida. Lo que pretendía ser la solución definitiva al problema, no supuso más que su condena. El problema no eran los caramelos -de hecho, estos habían supuesto un salvavidas, evitando que su peso y salud decayeran peligrosamente-, sino su hermana gemela. Era prácticamente imposible distinguirlas, tan solo por un pequeño detalle. Su gemela estaba más delgada, tenía el cuerpo perfecto. No paraba de echárselo en cara, una y otra vez, una y otra vez. Era tal el deseo que albergaba por ser como su hermana, que cada noche moría un poco intentado conseguirlo. Cada noche, un pedacito de ella se iba por el retrete. Cada noche, su maliciosa gemela se reía de su inútil esfuerzo. "Jamás serás como yo", le repetía entre carcajadas. Una noche de primavera, tras meses de abstención de dulces y cada vez más débil, el último pedazo del alma de Nina dio dos vueltas en la taza del váter y se fue para siempre. Mientras, su cuerpo yacía en el frío suelo y las carcajadas de victoria de Mia sonaban tras el espejo.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Lealtad Ignífuga (MásVeinticuatro)

La noche cayó sobre el tranquilo barrio residencial como una tenue sábana oscura. Me apresuré a tirar la basura antes de que pasara el camión que vaciaba los cubos. Una gélida brisa acarició mis mejillas cuando me detuve a contemplar el montañoso paisaje que se distinguía en el horizonte. Pensé cómo sería estar allí, en aquellas escarpadas rocas y densos bosques. Perdido andaba en mi ensimismamiento cuando comenzaron los gritos. Primero lejanos, ahogados. Después potentes, desgarradores. Giré la cabeza y en seguida localicé el foco del que provenían, una vivienda unifamiliar calle abajo. La puerta se abrió de golpe y una mujer se desplomó pocos metros más adelante, sin dejar de pedir auxilio desesperadamente. Una columna de humo constante salió tras ella y ascendió velozmente, difuminándose en el cielo azabache. Corrí lo más rápido que pude a socorrer a la mujer, pero cuando llegué ya se había desmayado -lo achaqué a la cantidad de gases que habría respirado antes de poder escapar- aunque no parecía tener quemaduras graves. Desde el porche pude ver cómo las llamas empezaban a ascender al segundo piso, trepando por la escalera y paredes cercanas como chispeantes enredaderas. Recordé haber visto a aquella señora sentada en los bancos que hay junto al parque infantil donde suelen entretenerse los más pequeños a la salida del colegio. Alarmado ante la idea de que un niño siguiera ahí dentro, sin pensarlo, me quité el gorro con el fin de utilizarlo para no inhalar los tóxicos gases que no cesaba de expulsar aquel edificio, me lo coloqué tapando nariz y boca y me lancé al interior. 

El ambiente era muy pesado. El calor era insoportable, se pegaba al cuerpo como si de un millón de sanguijuelas se tratara. Tuve que avanzar encorvado y con los ojos entornados, ya que el humo gris impedía distinguir con claridad las distintas estancias. Pegado a la pared corrí escaleras arriba, donde se encontrarían los dormitorios. Comprobé el primero: el cuarto de invitados, vacío. El segundo, a juzgar por la cama de matrimonio que prendía en llamas, era la habitación de la madre. La puerta tras la que, por descarte, se encontraría el muchacho tenía que ser la del fondo del pasillo. Las lenguas de fuego habían llegado hasta la puerta, empecé a temer llegar demasiado tarde. Giré el pomo. Las ascuas ascendían por las cortinas, desgarrándolas a su paso. La estantería de juguetes rebosaba chispas fulgurantes. La cama estaba intacta, pero deshecha y vacía. Apartando el humo con toscos aspavientos busqué al pequeño. Entonces le vi. Agazapado en la esquina más alejada de la habitación, sosteniendo a un cachorro sobre su regazo. Tenía la cabeza inclinada sobre el animal, posándola en su lomo. Le puse la mano en el hombro, y él levantó la vista y me miró fijamente, con una expresión de sorpresa y temor. El perrito, sin embargo, no pareció percatarse de mi presencia. Le tendí la mano al muchacho para ayudarle a levantarse, pero no me correspondió. Al contrario, volvió a recostarse sobre el animal, abrazándolo esta vez con más fuerza. Tuve que ponerme de rodillas para mantenerme a una altura en la que el aire fuera mínimamente respirable, y desde esa perspectiva, lo comprendí. 

Me senté junto al pequeño y contemplé asombrado la majestuosidad de las llamas salvajes que se propagaban a nuestro alrededor. Al notar que me había colocado junto a él, el chico me empezó a susurrar al oído. Me contó cómo había rescatado al animalillo de una caja de zapatos entre los contenedores. Cómo lo había abrigado y mimado durante el largo invierno. Cómo había calmado sus pesadillas. Cómo habían corrido juntos por el jardín. Cómo se levantaba cada mañana envuelto en un torbellino de lametones. Cómo se había puesto a temblar cuando las llamas atravesaron la puerta. Cómo le había protegido hasta que sus pequeños pulmones no soportaron los nocivos gases. Cómo le había acariciado durante su última exhalación. "No te abandonaré", susurró al cachorro. Tomé a aquel muchacho entre mis brazos y cerré los ojos. Lo último que sentí fue cómo las lágrimas que se habían deslizado por mi rostro se evaporaron lentamente y las llamas nos regalaron un último y letal abrazo.





domingo, 23 de agosto de 2015

El Reloj del Geranio

Hoy, mi abuelo, que ha sido relojero toda su vida, me ha hecho el regalo más preciado del mundo. No es que la correa fuera de una calidad suprema -pese a ser de buen cuero- ni que estuviera forjado en oro. En la esfera se veían tres pequeñas agujas, en tamaño decreciente desde el segundero, de un tono plateado, aunque no excesivamente refinado. El secreto que aquel reloj guardaba era mucho más trascendental que eso. Mi abuelo me llevó al pequeño cuarto donde solía escapar del mundo cuando este le agobiaba. Se sentó en su silla de madera, y me acercó otra un poco más pequeña para mí. Abrió el cajón donde tenía colocados según su utilidad infinidad de pequeñas herramientas de una precisión increíble. abrió con cuidado la tapa y dejó al descubierto el complejo entramado de engranajes que constituían las tripas del reloj. Mientras empezaba a desmontarlo, comenzó su relato.

Yo era joven, como tú, quizás un par de años mayor. Comencé a trabajar de botones en un hotel del centro de Madrid con apenas 14 años. Me ganaba la vida como podía, ya sabes, mi padre era un pobre tranviario que apenas podía sustentar a mi madre y mis seis hermanos... Una cálida tarde de primavera apareció ella. La flor más bella que habría podido imaginar. Sus grandes ojos castaños, su intensa melena... no podía apartar la vista de ella. Por aquel entonces contaba ya con 19 años y mi jefe me permitía ciertas libertades, así que le pedí el resto del día libre. Subí las escaleras lo más rápido que pude, hasta llegar al piso en el que uno de mis compañeros descargaba las maletas de aquella doncella y su padre.

Un temblor repentino en su mano hizo que la pieza que sostenía en aquel momento se cayera al suelo, y yo me apresuré a recogerla con el mayor de los cuidados y devolvérsela, a la vez que le pedía que continuara con la historia.

Estuve en las escaleras durante horas esperando señales de vida, entonces escuché una voz masculina que procedía del interior de la habitación, a continuación la puerta se abrió y de allí salió el padre, que se apresuró a bajar las escaleras con tal prisa que ni siquiera reparó en mí. Era mi oportunidad, me acerqué a la puerta y llamé. Una dulce voz preguntó "¿Quién?", a lo cual no se me ocurrió otra cosa que responder "Servicio de habitaciones". Abrió solo una rendija la puerta y asomó un ojo. Al verme la cerró de golpe. "Mi padre no me permite hacer pasar a extraños, tendrá que esperar a que vuelva si quiere algo", dijo. El acento andaluz se marcaba en sus palabras, lo cual trajo aún más mi atención por ella. "Perdona, no era mi intención molestarla, tan solo es que la he visto en la recepción y... he sentido la necesidad de hablarla... le ruego disculpe mi atrevimiento y no informe de esto a su padre, este trabajo es lo único que tengo...". Silencio. Ni una sola palabra se escuchó desde el otro lado de la puerta. Escuché pasos subiendo la escalera y me asusté pensando que podría ser su padre, y me apresuré a subir al piso de arriba. Los pasos continuaron al siguiente tramo de escaleras hasta llegar a mí, y con alivio comprobé que era mi jefe, que sorprendido de verme allí me gritó "¿Para esto me pides el día libre? ¿Para andar rondando por los pasillos? Anda, baja a cargar las maletas de una señora que acaba de llegar, vamos." Hice un gesto de asentimiento y bajé a toda prisa. 

La esfera estaba ahora vacía, todos los engranajes se encontraban repartidos minuciosamente por la mesa, y mi abuelo se estaba encargando de limpiarles todo el polvo y sacarles todo el brillo que fuera posible. Mi madre entró en la habitación y nos preguntó qué estábamos haciendo, a lo que mi abuelo contestó que me estaba enseñando los entresijos del "reloj del geranio". No entendí a qué se refería, pero mi madre pareció darse por satisfecha y cerró la puerta con una sonrisa y la mirada fija en el suelo. 

Bueno, como te decía, esa fue la primera vez que hablé con la muchacha, y realmente pensaba que iba a ser la última, esperaba que en cualquier momento mi jefe me llamara a su despacho y me echara a la calle por intentar ligar con jóvenes huéspedes, algo que me tenía terminantemente prohibido. Pero no fue así, y una mañana de domingo que tenía libre, mientras paseaba por los parques de El Retiro, volví a ver a aquella chica. Pero no iba sola, si no cogida del brazo de un hombre de mediana edad que parecía lucirla como un trofeo. La leve sonrisa en los labios de ella no disimulaba lo que sus grandes ojos evocaban: ausencia, desánimo, indiferencia. Cuando me vio, esto cambió, una chispa se prendió en su mirada, aunque intentó ocultarlo para no alarmar al que parecía ser su prometido. Me vio esconderme detrás de uno de los restaurantes cercanos, El Geranio -debido al gran número de este tipo de flor repartidos en macetas en torno al local- y comprendió mi intención, ya que acto seguido dijo algo al hombre y se dirigió hacia los baños del restaurante, mientras él se acercó a contemplar el lago en lo que ella regresaba. "¿Qué haces aquí? me preguntó, "¿no estarás siguiéndome?". Visiblemente desconcertado contesté "Ni por asomo, simplemente paseaba... hace ya, ¿Cuánto desde que hablamos? ¿Seis meses?", a lo que ella se apresuró a responder "Siete y dos semanas". Sorprendido por la precisión en su recuerdo, me aventuré a preguntarle "¿El que pasea contigo es tu prometido?", a lo que ella contestó, con tristeza en el rostro "Así es, es la razón por la que vine con mi padre a Madrid, casarme con algún hombre que pueda sustentarme, ya que los incendios del año pasado arrasaron nuestros olivos y no tenemos pa comer...", tuvo que detenerse en su explicación ante la amenaza de que las lágrimas brotaran de sus castañas reliquias. No sé de dónde salió aquel impulso, pero me apresuré a abrazarla, y ella lo agradeció profundamente, a juzgar por cómo me devolvió el apretón. Al separarse, se limpió las lágrimas que habían acabado por caerle, me besó en la mejilla y se apresuró a volver con el hombre que seguramente ya se estaría empezando a preocupar por su tardanza, pero la sujeté del brazo, y, tras quitármelo de mi muñeca le tendí el mejor reloj que tenía, que me había regalado mi padre. Poseía unos engranajes suizos de excelente calidad. A él a su vez se lo había legado un adinerado belga al que mi progenitor hizo el favor de esperar durante media hora a que la mujer del extranjero llegara a la estación. La muchacha se lo escondió bajo la falda para que su prometido no sospechara, más tarde le diría que se lo había regalado su padre.

Ya todas las piezas relucían y estaban listas para volver a ser ensambladas de vuelta en el reloj, pero mi abuelo permaneció unos segundos en silencio con las manos sobre sus rodillas. Yo estaba impaciente de que me siguiera contado aquella historia, pero no me atreví a decir palabra hasta que él decidiera continuar. 

Fue entonces cuando decidí adoptar una profesión propia, si quería aspirar a casarme con aquella dulzura que me tenía encandilado. Le pedí a mi padre que preguntara en su círculo de amigos si algún gremio necesitaba un aprendiz, y, una semana más tarde, tras abandonar mi puesto de botones, entré a trabajar como aprendiz de relojero. El maestro era relativamente amable conmigo, pero ante todo, en aquel taller se respiraba un profundo amor por el arte de la relojería. Durante los siguientes tres meses trabajé muy duro, y, pasado este tiempo, la desgracia se cebó con mi maestro, que perdió a su mujer y su hijo en un brote de peste en Valencia, lo que le obligó a regresar de inmediato para asistir al funeral. Tal eventualidad me colocó al frente de la relojería durante su ausencia, que se prolongó una semana, dos... Entonces recibí la carta, mi maestro no había podido soportar las pérdidas de sus seres queridos y se habia quitado la vida poco después del funeral. Aquella circunstancia, que me situaba a mí como dueño del establecimiento, me dio cierto miedo al principio. Pero tras pensarlo bien aquella noche, estaba perfectamente cualificado para sacar adelante el negocio, aquello no sería un problema. Y, lo mejor de todo, estaba en condiciones de pretender a mi amada, aunque no sabía dónde encontrarla. Pregunté a mi antiguo jefe del hotel si se seguía hospedando el hombre con la muchacha de la tercera planta, a lo que me contestó que sí, pero que tenían pensado dejar la habitación el lunes. Era jueves, por lo que no tenía demasiado tiempo. Fui a El Retiro, y a trote ligero recorrí el camino que solía seguir, pero no la encontré. No se me ocurría qué más hacer, a quién recurrir... Se lo conté todo a mi madre durante la cena, y ante los detalles de mi historia, recordó haber oído comentar en el mercado que se iba a celebrar una boda ese mismo domingo entre un muchacho de la ciudad y una andaluza. Debía encontrarla antes de que el enlace tuviera lugar, no podía soportar la idea de que aquella joven se viera sumergida en un matrimonio por conveniencia que nunca la haría feliz. El viernes cerré pronto la tienda para volver a buscarla por los jardines, sin resultado. Mi agonía crecía por minutos. Esa noche no pude pegar ojo. Llegó el sábado, ¡El día antes de la boda! Perdí todas las esperanzas, ninguna boda se detiene el día de antes, por muy bueno que fuera el nuevo pretendiente, su padre no lo permitiría. Paseó una vez más por el los céntricos jardines, sin buscarla, simplemente pensando en cómo podría haber sido su vida juntos, cómo podrían haber tenido hijos, nietos incluso, cómo habrían compartido un hogar, una vida. Podía prometer que jamás la dejaría, que la haría sentir la mejor mujer sobre la faz de la Tierra, que antepondría sus preocupaciones y necesidades a las mías propias... Inmerso estaba en estos pensamientos, con los ojos vidriosos, cuando una mano se posó sobre su hombro suavemente. Me giré lentamente al principio, pero al levantar la vista y descubrir aquella sonrisa a apenas un palmo de mí, mi cuerpo, al compás de mi corazón, dio un vuelco. "Hola...", saludó ella, tímidamente "... no podía estar más tiempo en casa, las paredes me agobian, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que estoy a punto decometer el mayor error de mi vida, y sin embargo, ni mi padre ni yo podemos hacer na, no tengo más remedio que...". La tomé de los hombros, y la dije "Tranquila, no tienes que preocuparte más, tengo mi propio taller de relojería, gano lo suficiente como para poder sustentarnos, no tienes que casarte con ese hombre... quizás con él vivirás mejor, pero yo puedo ofrecerte algo más, todo mi amor y entrega a tí... ¿Crees que tu padre consentirá cambiar la boda a estas alturas?". Sus ojos se iluminaron ante la buena nueva, y no pudo evitar empezar a reír. Al principio bajito, entrecortadamente, pero poco a poco se convirtieron en carcajadas de alegría que inevitablemente se me contagiaron. "¿Dónde está tu padre ahora?, la pregunté, y ella me respondió "Debería seguir en el hotel... ¡vamos p'allá!". Pusimos rumbo a la habitación, y allí le encontramos. Ella le explicó toda la situación, mi actual posición económica, nuestro furtiva relación... No pude evitar sonrojarme cuando dijo que me amaba y deseaba casarse conmigo más que cualquier otra cosa. Su padre permaneció muy serio mientras la muchacha no paraba de hablar, incluso cuando las lágrimas bañaron sus argumentos, él permaneció impasible. Realmente pensé que no daría el visto bueno a nuestro amor, pero, aún manteniendo el duro gesto, dijo: "¿Y a qué esperamos, habrá que informar al novio, digo yo". Ambos rompimos en un suspiro de alivio y nos miramos sonriendo. Por fortuna, el hombre con el que tenía concertado el enlace no tenía más familia que su anciana madre, y pese a la negativa inicial, el que sería mi futuro suegro supo convencerle y acabó por dar su brazo a torcer. Los cuchicheos sobre lo sucedido no tardaron en rondar por el mercado, pero nada de eso nos impidió acabar casándonos. No había sido tan feliz en toda mi vida. Ella llevaba aquel reloj que la regalé tras el restaurante, estaba resplandeciente. Y bueno, el resto de historia ya la conoces, poco después llegó tu tía, siete años después tu madre... 

Yo miraba a mi abuelo totalmente embelesado por la historia, y no había reparado en que ya había vuelto a ensamblar las piezas en el interior de la esfera y, tras ajustar la tapa y ponerlo en hora, sonrió al ver cómo seguía en perfectas condiciones. Hoy es el primer aniversario de la muerte de mi abuela, realmente creo que aquel pobre hombre no lo había superado, ni creo que lo hiciera nunca. Mi abuela fue una mujer extraordinaria, todos en mi familia la debemos tanto... Abracé a mi abuelo, que lo agradeció enormemente. Cuando nos separamos, se secó las lágrimas y se predispuso a contarme más anécdotas de mi abuela, me encara cómo se le ilumina el rostro al hablar de ella.