Un día, de improvisto, el árbol sobre el que se recostaba para leer en el recreo susurró su nombre.
Al principio pensó que era el viento, cuando se repitió lo atribuyó a algún compañero que le estaría llamando, pero no había nadie alrededor. Precisamente iba ese árbol, porque era la zona más aislada y silenciosa del patio. Cuando se dio cuenta de que el sonido procedía del árbol, se levantó y lo miró de frente, buscando el lugar de procedencia, hasta que distinguió lo que parecían ser unos ojos y una boca entre los múltiples pliegues de la corteza del tronco. El mensaje que le transmitió aquel ser fue claro y conciso: le advirtió de los peligros que le acechaban y que él ya había notado, y le propuso una única solución, un hechizo que encontraría en el pasillo 29 del tercer ala de la biblioteca municipal. Tras esto, sus rasgos se difuminaron y se perdieron entre las rugosidades de la corteza.
Según terminaron las clases, que se le hicieron interminables por la tensión que tenía acumulada y los nervios que ello implicaba, se dirigió directamente a la biblioteca sin pasar por casa. Cuando se ubicó en la gigante estancia y encontró el corredor indicado, buscó entre los numerosos libros aquel que llamara más su atención, y descubrió un libro raído pero que denotaba calidad en los materiales de fabricación. Alcanzó a cogerlo y pudo ver que se titulaba ‘Tratado sobre Alfarería’, pero cuando lo abrió, en la primera página encontró explicaciones detalladas de los seres oscuros que le habían estado acosando, y en letras doradas pudo leer “sólo tras un dominio total de la literatura sombría, se pueden vislumbrar las criaturas supuestamente irreales que ella contiene”. Aquello fue como un soplo de aire fresco, ya que comprendió la razón por la que sólo él podía ver aquellos seres, y cuando siguió pasando páginas se dio cuenta de que las últimas hojas estaban pegadas y había un hueco recortado en su interior, donde había un pequeño frasquito que contenía una sustancia azul con una etiqueta en la que se estipulaban sus instrucciones de uso: se debían colocar apilados los libros en los que aparecieran las criaturas siniestras, verter el contenido por encima y prenderlo.
Cogió el pequeño bote, dejó el libro donde lo había encontrado y fue a su casa. Su madre estaba preocupada por lo que había tardado en llegar, y le echó en cara el número de llamadas perdidas que le había dejado, pero Gabriel tenía la cabeza en otro lugar. Realizó una minuciosa selección de los libros y los llevó al jardín, donde, mientras su madre dormía la siesta, realizó el rito indicado en la etiqueta. La llama resultante produjo un fulgor negro que le hizo daño a la vista y le obligó a cerrar los ojos. Se los frotó por el picor que sentía y cuando los volvió a abrir no había nada delante suya, tan solo una oscura inmensidad que le produjo un gran mareo. Al instante se desplomó.
Tres días después, en el funeral de
Gabriel, su madre apenas podía relatar lo sucedido a los apenados asistentes. La autopsia había dictaminado que había fallecido por una intoxicación con los gases nocivos de aquella improvisada fogata. Numerosos libros que fueron sus favoritos en vida se encontraban apilados rodeando su féretro. La adición a los libros se había cobrado una nueva víctima, cuatrocientos años después.
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