martes, 18 de agosto de 2015

El Quijote Moderno

Estaban por todos lados. Donde quiera que posara la vista, ahí los veía. 
Una de las consecuencias de tener una imaginación tan potente eran las nítidas imágenes que visualizaba en el interior de su mente cuando se deleitaba en el placer de los libros. Pero no era, ni de lejos, sana la obsesión de aquel muchacho. Sus padres siempre habían presumido orgullosos de la afición de su pequeño por las letras, contaban a sus amigos y vecinos la cantidad de libros de devoraba su hijo. Era conocido por su facilidad de palabra y ortografía en todos los institutos del barrio. Además de apartarle de la vida social, pues apenas se relacionaba con sus compañeros fuera de las aulas, estaba comenzando a dejar de lado los estudios, tal era la cantidad de horas que la lectura le absorbía. No habían sido pocas las noches en las que su madre le había descubierto leyendo a escondidas a altas horas de la madrugada. Lo que se gestaba en la mente del joven iba más allá del control exterior, y pronto, se escaparía incluso del dominio de sí mismo. 
Entre los géneros literarios preferidos de Gabriel se contaban las novelas de terror, crimen y suspense, además de las poesías oníricas de seres fantásticos y mundos alternativos. Este claro antagonismo entre las negras novelas y las blancas obras normalmente le llevaban a leer un libro de cada registro a la vez, de lo contrario sentía una carencia emocional que le afectaba sobremanera. Cuando las estanterías de su habitación se llenaron, sus padres decidieron comprarte un ebook, y pese a la inicial negativa del joven bajo el argumento de su preferencia de libros físicos, aquel aparato suponía una inversión que, dado su alto consumo, pronto fue amortizada. Como todo, acabó haciéndose a ello, disfrutaba de la inmediatez de la compra online y cómo en un instante ya estaban disponibles en aquella pantalla divina. 
Cuando el número de páginas leídas por Gabriel supero el centenar de mil, éste comenzó a notar cosas extrañas que nunca antes había experimentado. Al principio eran movimientos que percibía por el rabillo del ojo. Después empezaron a aparecer sombras extrañas donde no debían de estar. Cuando entraron en escena las visiones acosadoras por la calle, los tan vívidos sueños y los misteriosos susurros nocturnos, el chico realmente creyó que era su fin. Pero como suele suceder, las fuerzas del bien tardan en aparecer, y esta vez no iba a ser menos. 

Un día, de improvisto, el árbol sobre el que se recostaba para leer en el recreo susurró su nombre. 
Al principio pensó que era el viento, cuando se repitió lo atribuyó a algún compañero que le estaría llamando, pero no había nadie alrededor. Precisamente iba ese árbol, porque era la zona más aislada y silenciosa del patio. Cuando se dio cuenta de que el sonido procedía del árbol, se levantó y lo miró de frente, buscando el lugar de procedencia, hasta que distinguió lo que parecían ser unos ojos y una boca entre los múltiples pliegues de la corteza del tronco. El mensaje que le transmitió aquel ser fue claro y conciso: le advirtió de los peligros que le acechaban y que él ya había notado, y le propuso una única solución, un hechizo que encontraría en el pasillo 29 del tercer ala de la biblioteca municipal. Tras esto, sus rasgos se difuminaron y se perdieron entre las rugosidades de la corteza.
 Según terminaron las clases, que se le hicieron interminables por la tensión que tenía acumulada y los nervios que ello implicaba, se dirigió directamente a la biblioteca sin pasar por casa. Cuando se ubicó en la gigante estancia y encontró el corredor indicado, buscó entre los numerosos libros aquel que llamara más su atención, y descubrió un libro raído pero que denotaba calidad en los materiales de fabricación. Alcanzó a cogerlo y pudo ver que se titulaba ‘Tratado sobre Alfarería’, pero cuando lo abrió, en la primera página encontró explicaciones detalladas de los seres oscuros que le habían estado acosando, y en letras doradas pudo leer “sólo tras un dominio total de la literatura sombría, se pueden vislumbrar las criaturas supuestamente irreales que ella contiene”. Aquello fue como un soplo de aire fresco, ya que comprendió la razón por la que sólo él podía ver aquellos seres, y cuando siguió pasando páginas se dio cuenta de que las últimas hojas estaban pegadas y había un hueco recortado en su interior, donde había un pequeño frasquito que contenía una sustancia azul con una etiqueta en la que se estipulaban sus instrucciones de uso: se debían colocar apilados los libros en los que aparecieran las criaturas siniestras, verter el contenido por encima y prenderlo. 
Cogió el pequeño bote, dejó el libro donde lo había encontrado y fue a su casa. Su madre estaba preocupada por lo que había tardado en llegar, y le echó en cara el número de llamadas perdidas que le había dejado, pero Gabriel tenía la cabeza en otro lugar. Realizó una minuciosa selección de los libros y los llevó al jardín, donde, mientras su madre dormía la siesta, realizó el rito indicado en la etiqueta. La llama resultante produjo un fulgor negro que le hizo daño a la vista y le obligó a cerrar los ojos. Se los frotó por el picor que sentía y cuando los volvió a abrir no había nada delante suya, tan solo una oscura inmensidad que le produjo un gran mareo. Al instante se desplomó.
 

Tres días después, en el funeral de 
Gabriel, su madre apenas podía relatar lo sucedido a los apenados asistentes. La autopsia había dictaminado que había fallecido por una intoxicación con los gases nocivos de aquella improvisada fogata. Numerosos libros que fueron sus favoritos en vida se encontraban apilados rodeando su féretro. La adición a los libros se había cobrado una nueva víctima, cuatrocientos años después.

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