martes, 18 de agosto de 2015

El Muñeco Abandonado

Una mañana, volviendo a casa de la biblioteca, en un oscuro callejón, me pareció ver algo. La curiosidad me pudo, y, pese al lúgubre ambiente que se respiraba, seguí adelante. Allí estaba, sentado bajo el contenedor de basura. Un muñeco de madera, en condiciones pésimas, pero sin ninguna pieza importante en falta. O al menos, esa fue la impresión que me dio. Mi abuela siempre me había dicho que los muñecos artesanales, como aquel que tenía delante, contenían en su interior un alma como la nuestra, y que a nuestro cargo quedaba cuidarlos. Tuve la necesidad de quedármelo y restaurarlo como tributo a mi amada y recién fallecida abuela.

Como aquel día llevaba la mochila prácticamente llena porque quedaban pocas semanas para los exámenes finales de la universidad, tuve que llevar el muñeco en mis manos. Al llegar a mi piso, tras quitarme la chaqueta, los zapatos y apartar la pesada mochila, me dispuse a lavar la harapienta ropa de aquel juguete. Puse una lavadora para su pequeño peto, su sombrero, sus pantalocitos y sus diminutos zapatos. Cuando se secaron, los remendé con los hilos que encontré en la caja de costuras de la casera tan bien como pude, ya que tampoco es que hubiera cosido demasiado en mi vida. No es por tirarme flores, pero me quedó bastante decente. Antes de vestirle me dispuse a limpiar su cuerpo de madera. Con un trapito especial para limpiar los muebles eliminé cada mancha que le cubría. Bajo aquella capa de suciedad parecía estar en perfectas condiciones. Casi había terminado, pero una borrón negro azabache en el lado izquierdo de su pecho no se difuminaba por mucho que frotara. Lo observé con atención y descubrí que una minúscula hendidura permitía abrir la zona oscura, y así lo hice. Cual fue mi sorpresa al descubrir una cavidad destinada como era obvio a preservar el corazón, pero no había ni rastro del mismo. Le vestí, parecía otro, totalmente renovado e impecable. Pero algo no encajaba. Quizás fuera su vacía mirada. Quizás su sonrisa forzada. Pese a que la camisa lo cubría, su gesto hacia latente su falta de corazón. Sentí la necesidad de cuidarlo, de protegerlo, de hacerle sentir seguro. Alguien sin corazón es frío y duro, pero también vulnerable. Cada día cuando llegaba de las clases le contaba cómo había sido mi día, mis planes, mis anhelos, mi vida. Lo compartía todo con él, le hice partícipe indirecto de mi existencia. Pero la realidad era que aunque pusiera todo mi empeño en lograr su felicidad, no se percibía ningún cambio en su rostro. Seguía ausente, en su propio mundo. La frustración se apoderaba de mi, no sabía qué más hacer para satisfacer a aquel muñeco. Fue entonces cuando se me ocurrió.

Lo trasladé desde el comedor a mi habitación, lo coloqué en mi almohada y le pedí que me concediera un minuto. Busqué en mi estantería aquel libro. Sabía que tenía que estar por ahí, estaba seguro. En el segundo estante empezando por abajo lo encontré. Con tan solo observar la portada se podía averiguar que contenía numerosos poemas. Empecé por algunos que te hacen reflexionar y plantearte las situaciones de distinto modo. A continuación venían los de amor, que sin ser empalagosos captaban ese sentimiento del modo más puro posible. Por último, como bien sabía, llegaban los poemas emotivos. Tuve que hacer numerosas pausas pues las lágrimas se acumulaban bajo mis ojos. Coloqué al muñeco en mi regazo antes de comenzar a recitar el último de ellos, que era mi favorito, y con el que más había llorado. Por millonésima vez, al finalizar al último verso, no pude contener las lágrimas por más tiempo. Pude sentir cómo se deslizaron por mis mejillas y se precipitaron en caída libre sobre el muñeco. Tras secarme los ojos con las mangas del jersey, dejé el libro sobre la mesilla y cogí a mi pequeño amigo en brazos y le di la vuelta para ver su inexpresiva faz una vez más, pero algo había cambiado. Una tímida sonrisa, una mirada llena de emoción y ternura iluminaban su expresión, parecía realmente feliz. Desabroché el velcro que hacía las veces de botones en la pequeña camisa y, para mi sorpresa, la mancha oscura había desaparecido. Con cuidado abrí el compartimento de su pecho, no di crédito a lo que allí había. Un luminoso cuarto de corazón brillaba de forma cegadora, tanto, que me obligó a cerrar lo ojos. A tientas cerré la cavidad y abroche la camisa, para justo después caer desplomado al suelo.

Entre los beneficios de tener una vecina demasiado interesada en asuntos ajenos se encontraba que era la primera en enterarse rápidamente de las desgracias que la rodeaban. Al no obtener respuesta llamando al timbre de mi casa tras el estruendo de mi caída, llamó a emergencias. Cuando me desperté en la camilla con las vías atravesando la piel de mis antebrazos, una enorme pesadez en mi cabeza me impedía recordar con claridad lo sucedido. Justo cuando lo recordé, un enfermero cruzó el umbral de la puerta de donde me encontraba y me preguntó cómo me encontraba. Por mi consoladora respuesta le pareció adecuado solicitar la presencia de la doctora para que me explicara mi situación. Al poco tiempo, cuando el dolor de cabeza había remitido casi totalmente, una mujer madura con una gran sonrisa me saludó al ritmo que sus zapatos de tacón se acompasaban hacia mí. Enfocó mi diagnóstico de esta forma: la parte mala era que el correspondiente a un cuarto de mi corazón había dejado de funcionar de repente, siendo esta la causa de mi desmayo; y una parte buena que se resumía en que mi cuerpo ya había asimilado el cambio y era perfectamente funcional. Cuando salieron de la cabina y pude reflexionar acerca de lo sucedido fui incapaz de evitar sonreír. 

Parece ser que la única forma de reconstruir el corazón de la gente que nos importa es ceder parte del nuestro en ese noble propósito.

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