El ambiente era muy pesado. El calor era insoportable, se pegaba al cuerpo como si de un millón de sanguijuelas se tratara. Tuve que avanzar encorvado y con los ojos entornados, ya que el humo gris impedía distinguir con claridad las distintas estancias. Pegado a la pared corrí escaleras arriba, donde se encontrarían los dormitorios. Comprobé el primero: el cuarto de invitados, vacío. El segundo, a juzgar por la cama de matrimonio que prendía en llamas, era la habitación de la madre. La puerta tras la que, por descarte, se encontraría el muchacho tenía que ser la del fondo del pasillo. Las lenguas de fuego habían llegado hasta la puerta, empecé a temer llegar demasiado tarde. Giré el pomo. Las ascuas ascendían por las cortinas, desgarrándolas a su paso. La estantería de juguetes rebosaba chispas fulgurantes. La cama estaba intacta, pero deshecha y vacía. Apartando el humo con toscos aspavientos busqué al pequeño. Entonces le vi. Agazapado en la esquina más alejada de la habitación, sosteniendo a un cachorro sobre su regazo. Tenía la cabeza inclinada sobre el animal, posándola en su lomo. Le puse la mano en el hombro, y él levantó la vista y me miró fijamente, con una expresión de sorpresa y temor. El perrito, sin embargo, no pareció percatarse de mi presencia. Le tendí la mano al muchacho para ayudarle a levantarse, pero no me correspondió. Al contrario, volvió a recostarse sobre el animal, abrazándolo esta vez con más fuerza. Tuve que ponerme de rodillas para mantenerme a una altura en la que el aire fuera mínimamente respirable, y desde esa perspectiva, lo comprendí.
Me senté junto al pequeño y contemplé asombrado la majestuosidad de las llamas salvajes que se propagaban a nuestro alrededor. Al notar que me había colocado junto a él, el chico me empezó a susurrar al oído. Me contó cómo había rescatado al animalillo de una caja de zapatos entre los contenedores. Cómo lo había abrigado y mimado durante el largo invierno. Cómo había calmado sus pesadillas. Cómo habían corrido juntos por el jardín. Cómo se levantaba cada mañana envuelto en un torbellino de lametones. Cómo se había puesto a temblar cuando las llamas atravesaron la puerta. Cómo le había protegido hasta que sus pequeños pulmones no soportaron los nocivos gases. Cómo le había acariciado durante su última exhalación. "No te abandonaré", susurró al cachorro. Tomé a aquel muchacho entre mis brazos y cerré los ojos. Lo último que sentí fue cómo las lágrimas que se habían deslizado por mi rostro se evaporaron lentamente y las llamas nos regalaron un último y letal abrazo.
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