miércoles, 30 de diciembre de 2015

Tacones Rojos

"Hazlo. Hazlo, por favor. Por favor...", susurré, con la boca pegada a la tuya. La fuerza con las que mis manos se aferraban a tu espalda te hicieron consciente de mi convicción. Pero no debías hacerlo. Sabías lo que pasaría después.

La lluviosa mañana de junio que te vi por primera vez, en tu ceñido vestido, pensé que eras una diosa. Quedé cautivado por tu seguridad, tu intensa y desafiante mirada, tu picardía. Si no fuera porque era el único que podía servirte el café en aquel lugar, jamás te habrías fijado en mí. Desde la primera vez que posaste la vista en mí, supiste que te pertenecía. Tardaste en volver a aparecer, tus visitas eran intermitentes, pero lo suficientemente asiduas como para mantener tu propiedad sobre mí. 

No olvidaré el día que por primera vez entablaste conversación conmigo. Quisiste saber mi nombre, mi procedencia. Quisiste saberlo todo, y yo era un libro abierto solo para ti. Tenías mi pasado y mi presente. Pero no fue suficiente, ansiabas mi futuro. No dijiste nada, simplemente te levantaste, y paseaste sus interminables piernas con el monótono sonido de tus tacones hasta el callejón al que daba la parte trasera de la cafetería. Instintivamente te seguí, como el lobo que sigue el rastro de su presa, solo que en este caso, la presa era yo. Una presa masoca y con mucha sed. Sed de deseo, de pasión, de ti. 

Te imploré que lo hicieras. Había oído hablar de ti, y quería ser el siguiente. Tus labios me rozaron. Sentí cómo un escalofrío recorría todo mi ser. Noté tu respiración al comenzar a separar lentamente tus labios, e hice lo propio. Al principio pude sentir el calor de tu boca, de tu lengua: una sensación de placer y confort que dieron paso al dolor. Una quemazón que bajó por mi garganta y llegó a cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Cuando se me empezó a nublar el sentido, sonreí. Así que era cierto. Caí desplomado al suelo, y desde ahí, en los pocos segundos que tardo mi vista en desvanecerse, pude contemplarte marchar, con tus tacones rojos, tu juventud infinita, tu alma vacía y una nueva víctima a tus espaldas.

lunes, 28 de diciembre de 2015

Caminando

Siguió andando, una noche más, bajo la brillante luna llena. Con cada paso sentía las hojas y ramas crujir bajo sus pies, pese al alto grado de sensibilidad que había perdido a causa de las bajas temperaturas. Un viento leve soplaba entre los troncos de los pinos, creando corrientes gélidas que helaban sus manos. Millones de sonidos se agolpaban en sus oídos: sus propios pasos, el silbido del aire al atravesar las copas de los árboles, el rápido correr de pequeños roedores, los lejanos aullares de aves y otras extrañas melodías que era incapaz de ubicar. Pero tampoco le importaba. Nada podía detener su firme paso. 

¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No le importaba. Sabía que al final conseguiría salir de allí, tarde o temprano. Cada paso le acercaba más a su destino. No sentía nada. Ni hambre, ni cansancio, ni frío. Ni siquiera dolor. Dolor por sus magullados pies, dolor por el abandono. Había visto mal a su madre muchas veces. Siempre sola, sin ningún apoyo. Solo con responsabilidades, obligaciones, deberes, presión. No estaba dispuesto a ver caer a su madre. No se lo merecía. No después de cómo había luchado por sacarle adelante. No sería en vano tanto esfuerzo. Merecía una vida mejor. Empezar de nuevo, sin deudas, sin cargas a su espalda, sin hijo. No veía hueco para él mismo en el futuro de su progenitora. Pese a que la quería con toda su alma, la dejó marchar. Incluso puede que esa fuera la razón para que lo hiciera. Por eso, una noche simplemente se largó. Aún con el pijama salió silenciosamente por la puerta y se fue.

Anduvo. Anduvo mucho, muchísimo. El dolor le consumía, lentamente, ferozmente. Cada expiración era un hálito que dejaba escapar. Pero no se detuvo. No se detuvo cuando se cayó la primera vez. Se levantó y siguió. Tampoco la segunda vez, pese a que comenzó a sangrar por la rodilla. Incluso la tercera vez, la más liviana de todas, siguió adelante, sin su cuerpo, que expiró, como cualquier ente material. Su determinación le impidió detenerse. Libre de dolor continuó su camino. Quién sabe si llegará a su destino.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Feliz (MásVeinticuatro)

Esperé a que saliera por la puerta aquella mañana. Oí como se levantaba, se duchaba, se arreglaba y se iba. El corazón me latía con fuerza, pero me hice la dormida. No estaba dispuesta a soportarlo ni un día más. Me levanté, me vestí, saqué todo el dinero que pude del banco y me fui. Simplemente me fui, cogí un autobús que me llevaría lejos, a una ciudad de costa, siempre quise vivir cerca del mar, y qué mejor lugar para empezar de nuevo. 

Miré cómo el sol caía sobre mi regazo mientras el autobús recorría interminables carreteras. Y entonces vino, esa melodía. Era tan dulce, pero a la vez tan fuerte, me hizo sentir que formaba parte de algo. Y toda la tristeza de mi interior se derritió, por fin era libre. Lo que tanto ansiaba, una vida en la que no dependiera de nadie. Y menos de un impresentable como era ese al que solía decir marido. No me quería, nunca lo hizo. Cuantos más kilómetros hay entre nosotros, más claro lo veo. Alguien que te quiere no te grita, no te mira con cara de asco, no te desprecia. Alguien que te quiere no te golpea. Ni el primer tortazo cuando te enfadas, ni el empujón cuando no le haces la cena, ni la violación cuando no te apetece. Y lo peor de todo, el silencio cómplice en el que te sumes, por miedo. Por miedo a que se sepa, por miedo a acabar en boca de todos en el pueblo. Porque todo el mundo se cree con derecho a opinar, pero la que has vivido esas circunstancias eres tú. No son ellos los que se han pasado las noches llorando en silencio para que no te oiga. Ni son ellos los que han sentido su corazón acelerarse al oír la puerta abrirse por miedo al humor que traerá ese día de trabajar. Ni tampoco los que han tenido que fingir estar enfermos para que el resto no se enteraran de que tenían el ojo morado. 

Pero ya no tengo miedo. Ahora empiezo de nuevo. He escapado de sus gritos, de sus "Yo te necesito", de sus "¿Dónde has estado?". Pese a estar con él, nunca me había sentido tan sola. Con él me sentía de menos, inútil, prescindible, reemplazable. He estado desesperadamente sola. No he encontrado a ese alguien que de verdad me complemente y me aporte lo que necesito, apoyo y comprensión, cariño y respeto. Creo en la divinidad, y en la posibilidad. Sé que encontraré a alguien, pero ahora mismo no lo necesito. Me siento libre, independiente, por fin he tomado las riendas de mi vida y no va a haber quien me pare. Encontraré un empleo y viviré por y para mí. Como la luz de un faro en el mar, siento que la esperanza me ha seguido. Nunca pensé que podría sentirme así, y por fin puedo decirlo: soy feliz.