Madrugué aquel domingo para preparar el desayuno y llevárselo a quien consideraba el amor de mi vida a la cama. Puse toda mi ilusión y cariño en aquella bandeja, junto con dulces, zumo de naranja recién exprimido y café humeante. Subí las escaleras que llevaban a los dormitorios intentando hacer el menor ruido posible, pero cuando entré en la habitación, y para mi sorpresa, ella ya estaba en pie. Se había vestido y arreglado, se encontraba dándose los últimos retoques de maquillaje. "Te había hecho el desayuno...", empecé a decir, pero la mujer que tenía enfrente rompió en carcajadas. "Eres tan patética... ¿De verdad te crees que estoy enamorada de ti? Ni muerta, querida. Jamás sería capaz de enamorarme de una arpía mentirosa y manipuladora como tú. Apuesto a que ya no me recuerdas... ¿Verdad que no?", volvió a prorrumpir en una desquiciada risa.
Entonces lo recordé todo. Claro que sabía quién era, el por qué me resultaba familiar. Había visto esos ojos antes, y ahora recordaba dónde. En el instante en el que todo se volvió claro en mis recuerdos, se enturbió en mi pecho. Las piernas me temblaron y la bandeja cayó de mis manos y estalló en mil pedazos a mis pies, junto a mi corazón. Me costaba respirar, en mi cabeza se agolpaban sentimientos contradictorios que no era capaz de ordenar. "Alguien tenía que darte tu merecido. Hasta siempre Viktoria", dijo la mujer que con paso firme y aires de clara satisfacción se alejó escaleras abajo con una mueca de éxito en su rostro. No podía más, tenía las extremidades inferiores entumecidas. Me dejé caer al suelo de rodillas, clavándome añicos que cristal, pero no me importaba. Cuando escuché a lo lejos la puerta que daba al exterior cerrarse, un intenso picor bajo mis ojos dio paso a las lágrimas más sinceras que había profesado en mi vida. Cuando me consiguí recomponer, recogí la habitación, y con una escoba barrí lo que en el suelo yacía: los fragmentos de cerámica y de mi corazón. Solo era capaz de sentir vacío, el vacío más profundo. Siempre me había sentido así, pero ahora era diferente, era como si la hubieran amputado una parte de mi interior. Estaba sola, completamente sola y al fin lo comprendía. Esto era lo que yo había estado sembrando todos estos años. Nunca habría imaginado que yo misma acabaría sintiéndome así.
Era insoportable. Tenía la necesidad de meterme en la cama y no salir jamás, pero también sentía el deseo de huir. De huir lejos, de correr lo más deprisa que me permitieran mis piernas y abandonar el pueblo, el país, el mundo. Ir donde nadie más había estado, un lugar en el que la soledad no fuera algo negativo, si no el bien más preciado. Me sentía extraña entre mi gente, siempre con la mirada ausente. Estaba a la deriva, abandonada y en brazos de la desesperación, al abrigo de otra lucidez. Intenté achicar penas para continuar navegando, pero no lo conseguí. Me vio atrapada, me vine abajo. Languidecía, perdida en un camino de ansiedades del que no sabía salir. Un día, simplemente desaparecé. Recorriendo aceras dicen que me vieron, ajustando el paso a los demás. Intentando cualquier cosa por dinero, malvivía como podía. Estrellas negras vieron por mis venas, pero nadie quiso preguntar. Esa madrugada, naufragué. Tenía el mar del miedo en la mirada, las ropas empapadas, el suelo por almohada y la imagen de Rebeka en mente. Y lentamente amaneció.
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