miércoles, 30 de marzo de 2016

Rebeka, una venganza.

Toda mi vida he estado muy acomplejada con mi cuerpo. Siempre he estado regordita, pero nunca me había importado. No hasta el instituto. Allí o cumplías el canon que habían impuesto o eras automáticamente humillada, apartada, marginada. Me sentía atacada constantemente: sus insultos, sus miradas de asco y odio. Fue un infierno para mí. Cuando por fin estaba en último curso, deseosa de acabar y poder largarme de allí, la conocí. Yo era solitaria, no solía relacionarme con nadie del instituto, pero ella se acercó a mí en una hora del almuerzo. Era guapísima, rebosaba seguridad en sí misma. Nunca me había planteado que pudiera sentirme atraída por otras chicas, lo que Viktoria me hacía sentir era nuevo. El hecho de que alguien mostrara intención de estar conmigo, de saber de mí, me dio la vida. Éramos inseparables, sentía que podía confiar en ella. La contaba todo, mis problemas, mis preocupes, mis deseos. Pero mi deseo más intenso era besarla. Lo ansiaba con todas mis fuerzas. 

Podría pasarme el día mirándola, que no me habría cansado ni en toda la eternidad. Una noche que se quedó a dormir en mi casa para ver películas, al fin sucedió. Mientras de fondo se escuchaban los irrelevantes diálogos de los personajes, ella me miró fijamente y dijo: "Adoro tus ojos. Son tan... profundos. Casi puedo sentir cómo se me clavan. Son mi nuevo color preferido. Adoro también tu interminable melena rubia... Lo adoro todo el ti. Quisiera ser como tú". Vaya bobada, pensé. Nadie en su sano juicio querría ser como yo, pondría mi mano en el fuego por ello. Pero la forma que dibujaron sus labios al pronunciar aquellas palabras me dieron el empujón que necesitaba, y la besé. Me aparté después, temiendo que se enfadara por haber confundido nuestra amistad, pero en su lugar, pasó su mano por debajo de mi pelo, y, agarrándome del cuello, me acercó de nuevo a su boca. Estuvimos cerca de dos horas sin parar de besarnos, aunque se me hicieron cortas. El tiempo pasaba volando a su lado. La ilusión hizo que me quedara prendada de ella. Solíamos quedar casi todas las tardes para estudiar juntas. Era casi obsesiva mi necesidad de ella, quizás fuera porque era la primera persona en mostrarme afecto y en quererme tal y como era. Empecé a verme mejor, a no sentirme tan asqueada por mi propio cuerpo. Al fin todo parecía irme bien.

El día de la graduación, decidí pedirla salir, quería que el mundo supiera que estábamos juntas y éramos felices. Ella, como delegada de su clase, finalizó el discurso. Solo podía pensar en que acabara ya para poder verla a solas y hacerle la deseada proposición. Pero algo se torció, no podía creer lo que estaba oyendo cuando Viktoria empezó a hablar de mí delante de todo el instituto: "Quería agradecer por último a alguien que ha sido de inestimable ayuda, sin la cual no habría aprobado este curso. Gracias a Rebeka la morsa por dejarme tus apuntes y explicarme lo que no entendía, ha sido genial estar contigo pero no quiero pasar más días con el miedo a que me comas, hasta siempre". Salí corriendo de allí, con los ojos empapados y un dolor inmenso en mi interior. Me quería morir. Las risas de todo el instituto resonaban en mi cabeza como un eco infernal. Me encerré en mi habitación durante semanas. Hasta que el dolor y la tristeza dejaron paso, poco a poco, al enfado y la ira. Ideé una venganza, una forma de hacerle pagar a esa hiena todo lo que me había hecho sufrir. Tenía tiempo, ahora me iba del pueblo y podría ponerme en forma mientras estudiaba mi carrera. Y en unos años volvería, la seduciría, y cuando se hubiera enamorado de mí, la rompería el corazón como ella me había hecho. No podía esperar a ver su cara. Un nuevo fuego latía en mi interior, un nuevo incentivo de vida me motivaba. Ese fue el día que comenzó mi jugada maestra. 

Hoy, con mi recién cortada media melena y mi vestido preferido, que me hace un cuerpo de escándalo, vuelvo al pueblo a reencontrarme con una vieja amiga. La verbena comienza mañana. Estoy dispuesta a jugar mis cartas y no aceptaré una derrota. Prepárate Viktoria.


Viktoria, hasta siempre.

Madrugué aquel domingo para preparar el desayuno y llevárselo a quien consideraba el amor de mi vida a la cama. Puse toda mi ilusión y cariño en aquella bandeja, junto con dulces, zumo de naranja recién exprimido y café humeante. Subí las escaleras que llevaban a los dormitorios intentando hacer el menor ruido posible, pero cuando entré en la habitación, y para mi sorpresa, ella ya estaba en pie. Se había vestido y arreglado, se encontraba dándose los últimos retoques de maquillaje. "Te había hecho el desayuno...", empecé a decir, pero la mujer que tenía enfrente rompió en carcajadas. "Eres tan patética... ¿De verdad te crees que estoy enamorada de ti? Ni muerta, querida. Jamás sería capaz de enamorarme de una arpía mentirosa y manipuladora como tú. Apuesto a que ya no me recuerdas... ¿Verdad que no?", volvió a prorrumpir en una desquiciada risa.

Entonces lo recordé todo. Claro que sabía quién era, el por qué me resultaba familiar. Había visto esos ojos antes, y ahora recordaba dónde. En el instante en el que todo se volvió claro en mis recuerdos, se enturbió en mi pecho. Las piernas me temblaron y la bandeja cayó de mis manos y estalló en mil pedazos a mis pies, junto a mi corazón. Me costaba respirar, en mi cabeza se agolpaban sentimientos contradictorios que no era capaz de ordenar. "Alguien tenía que darte tu merecido. Hasta siempre Viktoria", dijo la mujer que con paso firme y aires de clara satisfacción se alejó escaleras abajo con una mueca de éxito en su rostro. No podía más, tenía las extremidades inferiores entumecidas. Me dejé caer al suelo de rodillas, clavándome añicos que cristal, pero no me importaba. Cuando escuché a lo lejos la puerta que daba al exterior cerrarse, un intenso picor bajo mis ojos dio paso a las lágrimas más sinceras que había profesado en mi vida. Cuando me consiguí recomponer, recogí la habitación, y con una escoba barrí lo que en el suelo yacía: los fragmentos de cerámica y de mi corazón. Solo era capaz de sentir vacío, el vacío más profundo. Siempre me había sentido así, pero ahora era diferente, era como si la hubieran amputado una parte de mi interior. Estaba sola, completamente sola y al fin lo comprendía. Esto era lo que yo había estado sembrando todos estos años. Nunca habría imaginado que yo misma acabaría sintiéndome así. 

Era insoportable. Tenía la necesidad de meterme en la cama y no salir jamás, pero también sentía el deseo de huir. De huir lejos, de correr lo más deprisa que me permitieran mis piernas y abandonar el pueblo, el país, el mundo. Ir donde nadie más había estado, un lugar en el que la soledad no fuera algo negativo, si no el bien más preciado. Me sentía extraña entre mi gente, siempre con la mirada ausente. Estaba a la deriva, abandonada y en brazos de la desesperación, al abrigo de otra lucidez. Intenté achicar penas para continuar navegando, pero no lo conseguí. Me vio atrapada, me vine abajo. Languidecía, perdida en un camino de ansiedades del que no sabía salir. Un día, simplemente desaparecé. Recorriendo aceras dicen que me vieron, ajustando el paso a los demás. Intentando cualquier cosa por dinero, malvivía como podía. Estrellas negras vieron por mis venas, pero nadie quiso preguntar. Esa madrugada, naufragué. Tenía el mar del miedo en la mirada, las ropas empapadas, el suelo por almohada y la imagen de Rebeka en mente. Y lentamente amaneció.

martes, 29 de marzo de 2016

Viktoria, una pasión.

Volvía a mi casa una tarde de otoño cuando la vi. A lo lejos, en la parada de bus, una tímida muchacha esperaba sentada mientras la lluvia barría todo a su alrededor. Me llamó la atención, pero solo durante unos segundos, después continué mi camino. No era del lugar, eso lo tenía claro, recordaría haberla visto. No fue hasta una semana después cuando volví a cruzarme con ella, en el mercado. Sus grises ojos me traspasaron como espadas, una sensación mínimamente familiar que me produjo una notable excitación. Intenté disimular lo acelerado de los latidos de mi corazón. No pude sacármela la de la cabeza, y lo peor es que me resultaba extrañamente familiar, debía de ser la prima o pariente lejana de alguna de mis víctimas. Cuando mi mente tenía un segundo de liberación, ella aparecía a llenar ese hueco. Se paseaba por mi cabeza con su media melena rubia y sus ojos, aquellos terribles ojos.

Una noche de verbena, en la que iba como siempre que tenía ocasión, enfundada en mi ceñido vestido negro, volvía sola por la larga calle que baja hasta mi casa. Ahí estaba, en una calle perpendicular, sentada en un banco, fumando un cigarro, sola. Quizás fueron las dos copas que corrían por mis venas las que me hicieron obviar la apresurada aceleración de mis latidos al acercarme a ella, y me hicieron sentarme a su lado con total normalidad. Iniciamos una conversación trivial: las fiestas, la noche, la temperatura... Hasta que no pude más, y, rindiéndome a sus pupilas clavadas en las mías, la besé. Era la primera vez en mi vida que era yo la que daba el primer paso, pero no pude evitarlo. Una corriente de sentimientos inundaron mi interior. ¿Así que así era cómo se supone que se siente uno al besar? ¿Por qué no lo había sentido con nadie hasta ahora? Todas estas dudas quedaron sepultadas por la necesidad de más, de amar a aquella mujer hasta estallar en placer. La tomé de la mano y la llevé a mi casa, a mi habitación, a mi cama, bajo mis sábanas. Fue con diferencia la mejor noche de mi vida, no podía creer lo que estaba haciendo, lo que estaba viviendo. ¿Había encontrado el amor? ¿Realmente existía? Seguía sin dar credibilidad a la situación, pero no me importaba lo más mínimo, era feliz. Podía proclamar a los cuatro vientos que era feliz. Nada volvería a ser como antes.

La vida me sonreía, no podía ser más dulce el momento. Sentía que era la persona para la que había estado guardando todas mis primaveras. Pero como todo lo bueno, acabó antes de lo que habría querido. Dos meses después de aquella noche, cuando sin dudarlo habría puesto la mano en el fuego por que estaba enamorada, algo sucedió. La tragedia se cernía sobre mi vida, y no era capaz de imaginar hasta qué punto. Mi vida estaba a punto de sufrir un giro que lo cambiaría todo.



domingo, 20 de marzo de 2016

El Chico Roto (MásVeinticuatro)

Esta es la historia de un chico roto. No es una historia de amor, debéis saberlo. Este chico se llamaba Mott, y tuvo una feliz infancia que le convirtió en un receptivo joven que buscaba el amor. Y creyó encontrarlo, cuando conoció a Remmus. Era guapo, alto, fuerte. No podría haber imaginado un chico más perfecto, y rápidamente se enamoró de él. Pero Remmus nunca se enamoró de él, tan solo fingió quererle durante un tiempo, apropiándose de su inocencia, de su virginidad y de sus sueños. Cuando se cansó, simplemente se fue. Y ahí quedó Mott, con el alma en mil pedazos, las esperanzas destrozadas, y un acuchillado corazón que seguía latiendo por su asesino. 


Le costó mucho tiempo recobrarse de aquello, de hecho nunca volvió a ser el mismo. Ese brillo en su mirada, se había apagado. Sentía que nunca volvería a amar, que nunca sería amado, que el amor no estaba hecho para él, que no merecía ser correspondido. Empezó a distanciarse más y más de sí mismo. Todas las noches tenía el mismo sueño: estaba sentado en un andén, esperando al tren. El tiempo pasaba y nadie llegaba a su andén, pero sí algunas personas al andén de enfrente. El tiempo seguía pasando, y un tren se aproximaba, pero no era el suyo. Al abandonar este la estación, ambos andenes estaban de nuevo vacíos, y él seguía solo. Era una sensación de desolación y desamparo tal, que llegado un punto del sueño, siempre sentía el mismo impulso: intentar cruzar al otro lado. Pero el resultado se repetía idéntico cada vez: se precipitaba demasiado tarde y el tren le llevaba por delante. Acto seguido se despertaba empapado en sudor y con un nudo en su interior tan intenso que solo podía pensar en él, y cuanto más lo pensaba más le dolía.


La casualidad quiso traer a Tumn a su vida una mañana de domingo, cuando salió al parque a sacar a su perro para que corriera un rato. Se sentó en un banco, como solía hacer, a pensar en sus cosas. Pero esta vez un muchacho se sentó a su lado, debía ser el dueño de la perrita con la que estaba jugando el suyo. Escuchó un "Hola", muy tímido, casi susurrado. Se giró y pudo ver cómo se sonrojaba al tiempo. "Hola, ¿Eres de por aquí? Nunca te había visto", dijo Mott. Empezaron a hablar y rápidamente congeniaron. Cuando se hizo tarde y se despidieron no se intercambiaron los números, pero el domingo siguiente volvieron los dos, a la misma hora. Tumn le recordaba a como era antes de conocer a Remmus, y le daba miedo. Le daba miedo hacerle sufrir como él lo hizo, le daba miedo volver a sentir algo, le daba miedo el amor. Pero pese a que rechazaba avanzar con aquello, seguía volviendo cada domingo a pasar la mañana con él, para luego pasar el resto de la semana pensando cómo sería su vida juntos, todo lo que podrían hacer, todo lo que podrían ser. Más esto no salía de su imaginación, era incapaz de sacarlo de ahí. Remmus por su parte no podía hacer nada, no sabía qué hacer, nunca había tenido que enfrentarse a una situación similar, y no tenía el valor ni la seguridad suficientes para dar el paso por sí mismo. Esta es la historia de un chico roto que se enamoró de otro que no tenía ni idea de coser.


lunes, 7 de marzo de 2016

Hijo de la Luna

Érase una vez un chico enamorado. Le encantaba estar solo. Solía subirse al tejado de su casa por las noches a pensar, y muchas veces se quedaba dormido ahí mismo. Su mente divagaba a lo largo y ancho del universo, mientras su cuerpo reposaba en la tierra. Pensaba sobre lo que se estaría perdiendo, más allá del horizonte. Allí donde nadie había estado nunca. Deseaba una vida distinta.

Una noche, alguien se acercó a él. Escuchó un ligero sonido y sobresaltado giró la cabeza. Una sombra de aproximó lentamente al joven. Era un muchacho pálido como la cal, con los ojos verde aceituna. No se presentó, simplemente se sentó a su lado, y hundió la mirada en la noche estrellada. Al principio no pudo evitar prendarse de sus marcadas facciones, pero el pudor le pudo e imitó su actitud. Pensó de dónde habría salido, qué le habría llevado a estar ahí con él. No quería saberlo, se sentía feliz de tener a alguien a su lado, alguien al que pese a acabar de conocer, sentía que siempre había estado a su lado, solo que no se había dado cuenta. Inmerso en estas reflexiones estaba cuando sintió como la mano de su albino compañero se posaba sobre la suya. Un escalofrío de paz y serenidad recorrió su cuerpo. ¿Qué habría visto en él? ¿Por qué querría estar con él? Siempre había estado solo, o al menos así se sentía. Y había llegado a creer que así lo prefería, pero ahora que sabía lo que se sentía, dejó de ansiar la soledad. Una parte de él estaba harta de basar su vida en el miedo, el cielo por fin estaba despejado. Se sentía como si estuviera flotando, quería rozar las estrellas con la punta de sus dedos. 

Cuando la luz le llamó tras los párpados y abrió los ojos, no había nadie más allí. ¿Cuándo se habría ido? ¿Habría madrugado más que él? ¿Acaso se habría quedado a dormir? La angustia de no volver a verle le tuvo el alma encogida todo el día, hasta que al llegar la noche, volvió a subir al tejado e impaciente esperó a su amante. Lo deseó con tanta fuerza que apareció. Y así cada noche, volvía con él, a compartir sueños, esperanzas, deseos. Cada mañana, cuando abría los ojos, ya había desaparecido, pero en el fondo sentía que andaba cerca. Érase una vez un chico enamorado de la luna.

Nacimos así (MásVeinticuatro)

Hace mucho que me fui y no había vuelto a pasar por aquí hasta ahora, me pregunto qué habrá sido de ti. Nos enamoramos, pero nunca llegamos a formalizarlo, fue un romance pasajero, de verano. Aún así, sé que nunca te olvidaré, no había muchas chicas americanas por aquí. Si hubieses querido podríamos habernos fugado juntas, solas tú y yo. Recuerdo como corríamos, con la euforia en tus pupilas y la adrenalina en mi pecho. Era como seguir unicornios en una autopista hacia el amor. Cabalgando en caballos desbocados, almas libres quemando todo a su paso. Era como enamorarse de nuevo cada noche, como emborracharse hasta morir del dulce néctar de tus labios. Al poco conocí a aquella muchacha alemana, con la que tuve esporádicos encuentros. Me cautivó su seguridad, era como si estuviera en una misión especial, era una mujer tan fuerte, no le importaba mi condición,  no necesitaba permiso para besarme. Era capaz de mantenerse al pie del cañón sin ningún idiota a su lado, su autoestima era envidiable. Pero aquello acabó cuando lo descubriste y amenazaste con acabar con lo nuestro si no dejaba de verme con ella.

Desde pequeña he tenido clara mi identidad, y le preguntaba a mis padres por qué no podía ser quien yo era, ellos me decían que era mejor mantenerlo en secreto por el momento. Me cortaban el pelo prácticamente al raso, hasta que en la pubertad me rebelé. Me negué a cortármelo, y cuando tuve la larga cabellera que tanto ansiaba pude salir a la calle y gritar a todo el mundo lo que siempre había querido: que el mundo me quisiera tal y como soy. Ya había tenido sufuciente, no era un monstruo, era tan libre como mi pelo. Tan solo quería ser yo misma, sin avergonzarme. Era un rezo gritado desde la desesperación de mi alma. No estaba conforme con mi cuerpo, yo era una mujer. Pese a que no todo el mundo lo aceptó, no me importó, porque la liberación que sentí en mi interior fue inaudita. Entonces apareciste en mi vida, y aunque sé que no era fácil para ti, experimentamos juntas. Hoy queda todo tan lejos... Voy a beberme mis lagrimas esta noche, porque sé que me querías. Podríamos haberlo tenido todo si la sociedad no fuera tan cerrada. Podrías haber sido mía. Siempre fuimos chicas malas, y sobreviviremos como siempre hacemos. Así me hicieron mis padres, y así seguiré hasta el final. No olvidaré quién soy, no cambiaré jamás, digan lo que digan. Estoy orgullosa de lo que he logrado en mi vida. Al final de ese desmesurado verano, me mudé a Broadway a empezar una vida nueva en la escena neoyorkina, no había nada que me pudiese parar, estaba dispuesta a triunfar. Vestida en mis mejores galas, arrasé en los castings. Estaba hecha para ser una estrella internacional. Dejé salir a la reina que se escondía dentro de mí. Es un rodaje se me acercó un apuesto joven y me dijo "¿Hay alguna razón por la que no podamos cenar juntos esta noche?", y por supuesto contesté que no. Nuestra relación fue un ascenso vertical. Fue alcanzar el clímax en segundos. Estábamos al borde de la gloria, y estábamos juntos en ese segundo. Pero poco después descubrí lo que ocultaba en su interior. Le perdoné cuando su boca fue más rápido que su mente, incluso después de tres traiciones, habría lavado sus pies con mi pelo si hubiera sido necesario. No podría amarle de un modo más puro, pero nuestro amor era como un ladrillo y solo podía tener dos salidas: construir un hogar o hundir un cadáver. Y el resultado fue esto segundo. Me di cuenta de que me había enamorado de Judas, y decidí que lo mejor era desintoxicarme. Abandoné todo contacto con él y busqué nuevas compañías. Estuve con un amante del heavy metal que me compuso una canción sobre capillas en llamas, pero pronto me cansé de él. Ahí me di cuenta de que el amor es tan solo la historia que queda tras el dolor, que cuando te abandonan haces del amor perdido tu religión y te resignas a ser apedreado por ello. Y tan solo te queda bailar con las manos sobre la cabeza. Pero esta vez no moriré por ti, no crucificaré las cosas que haces, no lloraré por ti. Al fin y al cabo no somos arte que Michelangelo pueda esculpir, jamás podría retratar las facciones de nuestra furia interna.

Ahora que he vuelto, lo tengo claro, quiero estar conmigo. No voy a llorar más. Voy a dejar el pasado atrás. Ya no iré más a los bares que solía transitar para ahogar las penas. No seré más una perdedora. Cuando te vi, rodeada de chicas una noche. Yo nunca había sido el tipo de chica que se siente segura al comenzar una relación, pero cuando te veo siento algo en mis adentros que me dice que eres la indicada. Veo todas las señales del cielo, voy a ser la chica que ames. Quizás no seré el primero, pero voy a ser tu último beso, fui hecha para amarte. Sé que será duro, sé que puede ser complicado, pero nos tenemos la una a la otra. Escúchame cuando te digo esto, en toda la historia de la inseguridad, no pienso figurar yo malgastando mi juventud. Estoy en el camino correcto, no hay ninguna otra forma. Tan solo debemos amarnos entre y a nosotras mismas. Nacimos para sobrevivir y ser fuertes. Nacimos así.