"Tú eras rojo, y yo te gustaba porque era azul.
Me tocaste, y de repente yo era un cielo lila.
Y decidiste que el morado simplemente no era para ti."
Cuando te fuiste volví a mis tonos azulados, pero oscurecí varios matices. Pasé del azul al zafiro, y de ahí al turquí. No quise volver a tocar a nadie más, el resultado habría sido demasiado sombrío como para albergar alguna clase de futuro. Me refugié en mí mismo, en mi soledad. No había salida, o al menos yo no era capaz de verla. Hice cosas de las que no estoy orgulloso. No era yo mismo, solo un vano despojo de lo que tú dejaste. Te llevaste mi luz, mi ilusión, mi esperanza. Nunca me había sentido tan pleno como cuando estaba contigo, aquella purpúrea relación me llevó a lo más alto, y proporcional fue la caída tras tu abandono.
Entonces le conocí. Salía de un club con la cabeza gacha, en solitario. Era pasada media noche, y la fiesta del local estaba en su cenit. Él era grisáceo, un tono ceniza ahumado. Pero noté algo especial, y le seguí. Se detuvo en una parada de bus, me decidí a hablarle. Le pregunté si no era algo pronto para volver a casa, con mi habitual sarcasmo. Exhaló a la par que esbozó una leve sonrisa. Quizás fuera por las copas que había tomado, pero empezó a hablarme de su situación, de lo solo que se sentía. Su autobús llegó, me dijo "hasta luego" y se fue. Me quedé perplejo. ¿Habrían sido sus ojos oscuros? No podía explicar cómo ni por qué, pero sentí la necesidad de volver a verle. Ocasión que tardó en llegar.
Esa mañana no tenía universidad, pero me desvelé temprano y decidí ir a desayunar a alguna cafetería cercana. El olor a croissant tostado me obligó a entrar en una que estaba a vuelta de la esquina, me senté en una mesita junto a la ventana. Pedí dos de aquellos deliciosos bollos y un café. Cuando ya había acabado de comer y terminaba la taza, pasó por delante. Al principio no le reconocí, se había oscurecido mucho, llegando al tono de gris marengo. Apuré lo que me quedaba de café y salí a su encuentro. No esperaba que me reconociera, pero sin embargo lo hizo. Tenía que aprovechar la oportunidad, así que le propuse cenar aquella noche, y aceptó. Con la condición de que él elegiría el lugar. Tras concretar la hora, siguió su camino, llegaba tarde a trabajar.
No podía dejar de pensar en esa noche, los nervios corrían por mis venas, la emoción se agolpaba en mi pecho. "Apenas le conoces", me decía. Pero no podía evitar sentir la ilusión de aquella cita. Llegué puntual, al igual que él. He de reconocer que era un restaurante precioso, con un aire sofisticado y elegante. La cena estaba exquisita, acompañada de un impecable metre. Salimos cogidos del brazo, y dimos un paseo mientras le acompañaba a su casa, que estaba a un par de manzanas. Me invitó a subir. Accedí. Vivía en un estudio, no muy grande pero acogedor. Me pidió que me sentara en el sofá mientras servía dos copas de vino, y así hice. Me cedió una copa y se sentó a mi lado. Vi que iba a empezar a hablar, dejé el vino en la mesita donde lo había dejado él tras dar un sorbo, abracé su cabeza con mis manos y le besé. El resultado natural de la mezcla de nuestros colores habría sido muy cercano al negro, pero contra todo pronóstico, una luz celeste iluminó la estancia. Cuando separamos nuestros labios, yo brillaba en un tono cyan, pero él, él era, como yo había apostado, el matiz más puro de blanco. Era cegador, rebosaba de energía. Volví a besarle, una y otra vez, durante toda la noche y parte de la madrugada. Cuando amanecí en su cama y recordé lo que había pasado aquella noche, giré la cabeza, y ahí estaba. Quedé profundamente cautivado por su aura nívea y me encapriché de tener una vida juntos.
Hoy puedo decir que soy feliz. Y gran parte de la culpa, la tiene él.
Atentamente, el sinestésico al que dejaste marchar.
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