domingo, 26 de junio de 2016

Baldosas Amarillas (MásVeinticuatro)

Acabo de comenzar en un camino del que no puedo salir. Está pavimentado de baldosas amarillas, casi doradas. Me duele, todo, pero empiezo a andar. Poco a poco me voy dando cuenta de que no estoy solo, hay más gente aquí, más hombres, y alguna que otra mujer. Todos compartimos algo: la tristeza en nuestro rostro. La certeza de saber lo que encontraremos al final. Una preciosa ciudad esmeralda, un final donde encontrar la paz. Pero hasta llegar allí, cada paso es una tortura. No merezco esto, ninguno de lo que estamos aquí lo merecemos. Espera, ¿qué es eso que se oye a lo lejos? Según me voy acercando descubro que son monos alados, que despiadados nos gritan a los que por el camino pasamos. Nos humillan, nos degradan, nos insultan. Su intolerancia es tal, que algunos deciden dejar de andar. Y cuando lo hacen, cuando llevan demasiado tiempo sobre las losas amarillas, estas se desprenden y caen al vacío. Almas perdidas que nunca alcanzarán el descanso eterno. Con lágrimas en los ojos, veo el hueco que ha dejado un chico, tan joven, a mi lado. A duras penas puedo soportar los gritos, pero consigo sobreponerme. 

Ya puedo ver a lo lejos la ciudad, aunque queda un buen trecho aún. Entonces sucede. Justo detrás mía, aparece. Él, el amor de mi vida, está condenado conmigo. No puedo soportarlo. No, él no. Es la persona más buena que conozco, lo daría todo por él. Pero no puedo hacer nada, sin quererlo le he arrastrado conmigo al camino. Me siento tan culpable... No debería haber estado con él. No debí haberle besado, haberle amado, haberme casado con él, haberle prometido una vida juntos. Si no lo hubiera hecho, quizás él no estaría aquí. Cuando se acerca a mí y me abraza, no puedo contener las lágrimas. "Estamos en esto juntos, ¿recuerdas? juntos para siempre", me susurra al oído. Tengo la fortuna de estar enamorado de la persona más maravillosa del mundo, y la he condenado a la perdición. Él menos que nadie merece este sendero se sufrimiento y decadencia. La mayoría no llegan a la ciudad, caen antes, rendidos de dolor y desesperanza. No sé si yo lo lograré, pero haré cuanto esté en mi mano por que él lo consiga. 

Agarrados, avanzamos lentamente pero sin pausa. El dolor y el entumecimiento va haciendo mella en mis músculos. Me duele cada hueso y cada articulación, pero no me doy por vencido. No ahora, que queda poco. La ciudad está cerca, el brillo color esperanza fulgura en la distancia. Apenas un kilómetro nos separa de la felicidad, podemos lograrlo. O eso creía. A apenas unos metros de la entrada, un fuerte dolor me empieza a oprimir el pecho. No puedo respirar, una sensación de angustia recorre todo mi cuerpo. Él se da cuenta, y me sostiene en sus brazos. "Vé, corre", apenas puedo balbucear. Entonces vi el rostro de la bondad. Me miró, con los ojos cristalinos y una liviana sonrisa, y me dijo: "No quiero estar en ninguna ciudad en la que no estés tú. Vamos, túmbate". No podía dejar de llorar, y entrecortadamente le dije: "No lo hagas, vet-", me cortó posando un dedo sobre la boca y me pidió: "cállate y bésame". 

Ambos tumbados, el uno junto al otro, en perfecta armonía, nos besamos. Sentí como el suelo se empezaba a desmoronar, a pedazos, bajo nuestro cuerpo. Al principio tuve miedo de la caída, pero abrí los ojos, y al verle delante de mí, todo eso se esfumó. Había valido la pena, cerré los ojos y sentí sus cálidos labios mientras descendíamos a una velocidad de vértigo hacia la nada. Dos hombres enamorados, con una vida por delante, con tantas experiencias por vivir, arruinadas por aquel camino de baldosas amarillas, al que algunos llaman sida.



No hay comentarios:

Publicar un comentario