Quizás la genética, quizás la diabetes, quizás mi pasión por el deporte, hicieron de mi cuerpo una obra de arte. Curvas perfectas, el volumen exacto. Vientre plano y caderas de infarto. Largas piernas, largo cabello negro como el azabache. Pechos turgentes y firmes. El deseo de cualquier hombre. Pasaba el día flirteando con ellos, pero nada más lejos de la realidad, a quienes seducía era a sus novias. Mujeres que jamás pensarían sentirse atraídas por otra hembra, caían en mi juego. Mi impresionante físico unido a una labia exquisita me hacían irresistible. Apenas tenía que esforzarme con los hombres, en seguida les tenía haciendo cola para ser infieles. Sin embargo, las mujeres son más complicadas. Tienen sus prejuicios, sus reticencias, que poco a poco dejan paso a las dudas y la curiosidad cuando comienza el baile. Son pasos estudiados al detalle, precisos movimientos que hacen aflorar el germen del ¿y si? Las llevo al extremo, las induzco la necesidad de mi cuerpo, de mis labios. Y cuando ya las tengo a mis pies, rogándome por más, simplemente las abandono. Un rechazo que viene dado por el último compás de la danza, un último gesto, el definitivo.
Si cierras los ojos y prestas atención puedes oír los pedazos de los rotos corazones desplomarse y esparcirse por el suelo, esperando que los transeúntes los machaquen con su continuo paso. El placer que me produce comprobar con cara de desaprobación el descolocado rostro de mis víctimas es lo que más me excita, puedo sentir la adrenalina correr por mis venas, siento como el poder me posee. Bienvenidos a la vida de Viktoria.
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