La lluviosa mañana de junio que te vi por primera vez, en tu ceñido vestido, pensé que eras una diosa. Quedé cautivado por tu seguridad, tu intensa y desafiante mirada, tu picardía. Si no fuera porque era el único que podía servirte el café en aquel lugar, jamás te habrías fijado en mí. Desde la primera vez que posaste la vista en mí, supiste que te pertenecía. Tardaste en volver a aparecer, tus visitas eran intermitentes, pero lo suficientemente asiduas como para mantener tu propiedad sobre mí.
No olvidaré el día que por primera vez entablaste conversación conmigo. Quisiste saber mi nombre, mi procedencia. Quisiste saberlo todo, y yo era un libro abierto solo para ti. Tenías mi pasado y mi presente. Pero no fue suficiente, ansiabas mi futuro. No dijiste nada, simplemente te levantaste, y paseaste sus interminables piernas con el monótono sonido de tus tacones hasta el callejón al que daba la parte trasera de la cafetería. Instintivamente te seguí, como el lobo que sigue el rastro de su presa, solo que en este caso, la presa era yo. Una presa masoca y con mucha sed. Sed de deseo, de pasión, de ti.
Te imploré que lo hicieras. Había oído hablar de ti, y quería ser el siguiente. Tus labios me rozaron. Sentí cómo un escalofrío recorría todo mi ser. Noté tu respiración al comenzar a separar lentamente tus labios, e hice lo propio. Al principio pude sentir el calor de tu boca, de tu lengua: una sensación de placer y confort que dieron paso al dolor. Una quemazón que bajó por mi garganta y llegó a cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Cuando se me empezó a nublar el sentido, sonreí. Así que era cierto. Caí desplomado al suelo, y desde ahí, en los pocos segundos que tardo mi vista en desvanecerse, pude contemplarte marchar, con tus tacones rojos, tu juventud infinita, tu alma vacía y una nueva víctima a tus espaldas.