lunes, 2 de noviembre de 2015

Crónicas del Averno, pt II. (MásVeinticuatro)

Un amplio salón, tres habitaciones, un par de cuartos de baño, una bien equipada cocina y un inmenso jardín fue el lugar al que llamamos hogar, y en el que decidimos criar a nuestro pequeño. Salía de cuentas en poco menos de dos meses, y ya exhibía un bombo considerable. Nos habíamos mudado a un pequeño pueblo del noroeste peninsular, incrustado entre una densa vegetación que servía de muralla natural, a excepción de la carretera principal que comunicaba con el exterior. Por fortuna, la matrona del pueblo era conocida por sus buenas prácticas, era una mujer que, pasados los sesenta años, tenía una amplísima experiencia. El día del parto fue cuanto menos, inusual. Cuando comencé a sentir las primeras contracciones, el cielo se tornó nublado, como augurando tormenta. Manuel me llevó al centro de salud, donde me esperaba Estefanía, la matrona. "Ya está cerca, es el último esfuerzo", me decía. Rompí aguas, y comenzó a llover. Cada contracción que sentía, un relámpago estallaba y el firmamento tronaba con fuerza. Así una y otra vez, hasta que al fin el pequeño asomó la cabeza. Cuando rompió a llorar la tormenta cesó de golpe y el cielo se despejó de inmediato. La eufórica felicidad que sentíamos mi marido y yo nos impidió notar todo esto, ni tampoco los pequeños detalles que le acompañaron en su crecimiento. 

El día de su primer cumpleaños, estando todos sentados en la mesa para festejar el aniversario del nacimiento de nuestro pequeño, a la hora exacta en la que nació, las 2:30, el relámpago más intenso que había visto en mi vida inundó la sala, y tras ese segundo, Daniel había desaparecido. La histeria se apoderó de nosotros, pero entonces lo comprendí: cuando la muerte me agarró de la cadera había maldecido mi vientre de tal forma que mi primogénito me sería arrebatado al cumplir su primer año. ¿Cómo pude ser tan tonta y no darme cuenta? La culpa me corroía, por mi egoísmo, por querer recuperar a mi marido, ahora habíamos perdido a nuestro hijo. Pero esto no quedaría así, y recurrimos a otro método con el que contactar con el otro mundo. Sin tiempo que perder, nos dirigimos a un pantano que se encontraba unos kilómetros al norte de nuestro hogar el cual se decía que era un portal al otro lado. De un salto nos sumergimos y comenzamos a buscar a nuestro hijo. A lo lejos divisamos una luz tenue, y al acercarnos descubrimos que se trataba de la muerte, que en una mano llevaba un candil y en la otra sostenía a Daniel, que dormía plácidamente. Intentamos abalanzarnos sobre ella, mas nos era imposible, una fuerza invisible nos lo impedía. Las lágrimas de impotencia brotaban de mis ojos, hasta que la sorpresa cortó de pronto el flujo.

Una sombra apareció por detrás de la muerte y con un rápido movimiento cogió al pequeño para esconderlo dentro de su capa. Tras lo cual, dio un giro de trescientos sesenta grados y desapareció. La parca prendió en llamas de la furia durante unos segundos, espacio de tiempo que aprovechamos para escapar. Nos sentamos exhaustos en la orilla, y al notar el agua moverse de manera inusual, introduje la cabeza para ver qué sucedía, y ahí estaba aquella sombra, que al quitarse la capucha no era otra que mi abuela, que me tendía a Daniel. Lo cogí justo a tiempo, la muerte la agarró por el cuello y se deshizo ante mis ojos. Con un brazo saqué al niño del agua al tiempo que la muerte me tiraba del otro hacia abajo. En cuanto noté que Manuel puso a Daniel a salvo, dejé que la muerte tirara de mí. Mi marido me agarró del brazo y me suplicó que luchara, pero yo lo tenía claro: "Lo siento cielo, cometí un error, no debí traerte de vuelta, la muerte no nos dejará hasta que recupere un alma, y no estoy dispuesta a que sea la de nuestro pequeño. Cuida de él, es imposible escapar de sus redes, la muerte siempre gana; lleva demasiado tiempo en el juego y ha pasado de acatar las normas a dictarlas. Hasta siempre amor mío".

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