Había una vez, en una amplia llanura, un inmenso campo de girasoles. Pero había uno en concreto, que era especial. Cada día era igual: seguir con la mirada fija el sol, una y otra vez. La monotonía le consumía. Se sentía tan solo pese a estar rodeado de miles de compañeros, que un día se empezó a marchitar. Apenas se nutría, y sus hojas empezaron a debilitarse. Los insectos se percataron y aprovecharon para alimentarse a su costa. "Qué más da", pensaba. "Nadie se preocuparía por mí si desapareciera". Algunas veces, cuando su endeble tallo apenas podía sostener sus pálidas y roídas hojas, escuchaba sonidos tras él. Era una especie de llanto, algo como un lamento. Siempre pensó que eran imaginaciones suyas.
Una noche descubrió la verdad. Algo le hizo girarse y descubrió algo que le dejó asombrado. Detrás de él crecía el girasol más bonito que había visto en su vida. Pudo ver que llevaba tiempo llorando lágrimas en forma de semillas, que llenaban el sueño tras él. Había estado sufriendo por su decadencia, verdaderamente había alguien para él, aunque no hubiera podido verle hasta ahora. Pudo ver en sus sonrojadas hojas ahora que entablaban contacto visual que estaba enamorado de él, y a saber cuánto tiempo llevaría amándole sin él saberlo. Se sintió el ser más feliz del universo.
Y siguió sintiéndose así, pese a todo. Pese al viento que les zarandeaba con furia. Pese al intenso calor que iba en aumento. Pese a la razón por la que había podido girarse en mitad de la noche. Pese a que las llamas se acercaban voraces consumiendo uno tras otro a sus compañeros. Cuando les llegó el turno, no pudo ser más feliz. Juntos, por siempre, entrelazados en forma de cenizas, surcaron el cielo en busca de su ansiada libertad.