¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? No le importaba. Sabía que al final conseguiría salir de allí, tarde o temprano. Cada paso le acercaba más a su destino. No sentía nada. Ni hambre, ni cansancio, ni frío. Ni siquiera dolor. Dolor por sus magullados pies, dolor por el abandono. Había visto mal a su madre muchas veces. Siempre sola, sin ningún apoyo. Solo con responsabilidades, obligaciones, deberes, presión. No estaba dispuesto a ver caer a su madre. No se lo merecía. No después de cómo había luchado por sacarle adelante. No sería en vano tanto esfuerzo. Merecía una vida mejor. Empezar de nuevo, sin deudas, sin cargas a su espalda, sin hijo. No veía hueco para él mismo en el futuro de su progenitora. Pese a que la quería con toda su alma, la dejó marchar. Incluso puede que esa fuera la razón para que lo hiciera. Por eso, una noche simplemente se largó. Aún con el pijama salió silenciosamente por la puerta y se fue.
Anduvo. Anduvo mucho, muchísimo. El dolor le consumía, lentamente, ferozmente. Cada expiración era un hálito que dejaba escapar. Pero no se detuvo. No se detuvo cuando se cayó la primera vez. Se levantó y siguió. Tampoco la segunda vez, pese a que comenzó a sangrar por la rodilla. Incluso la tercera vez, la más liviana de todas, siguió adelante, sin su cuerpo, que expiró, como cualquier ente material. Su determinación le impidió detenerse. Libre de dolor continuó su camino. Quién sabe si llegará a su destino.
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