lunes, 12 de octubre de 2015

El Deseo Final (MásVeinticuatro)

Abrí los ojos. La intensa luz de la sala me cegó unos segundos, después pude comprobar dónde me encontraba. Una habitación individual de hospital. Tras la ventana solo había oscuridad, era noche cerrada. Mis brazos estaban plagados de agujas que me conectaban a ruidosas máquinas. Me desprendí de las vías y me senté al borde de la camilla. La cabeza me daba vueltas, cuando intentaba recordar cómo había llegado ahí, un pitido ensordecedor sonaba dentro de mí y me producía mareos. Cuando reuní el equilibro suficiente me levanté. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, desde mis desnudos pies hasta el cuello. Me acerqué a la puerta y la abrí despacio. Me asomé al pasillo, estaba desierto. Avancé lentamente por el camino izquierdo. Todas las demás salas estaban vacías, ni un solo ruido se escuchaba. Tanto silencio empezó a incomodarme, y progresivamente aumenté el ritmo de mis zancadas. Las estancias estaban tenuemente iluminadas por halógenos blancos. Llegé hasta unas escaleras de piedra y empecé a descender por ellas. Un cartel rezaba "Planta Baja". Empujé la puerta roja que daba paso al hall de recepción y di un paso adelante.


El perpetuo silencio en el que estaba sumido se rompió de pronto: una serie de enfermeros empujando una camilla y asistiendo al paciente que en ella se encontraba entraron atropelladamente en el edificio. Le colocaron sueros y vías, y cruzaron una puerta lateral a toda prisa. Unos segundos después llegó corriendo un hombre, que ahogado de tanto correr se paró unos segundos a coger aire. Había algo familiar en su rostro, juraría que lo conocía. El recién llegado se acercó a preguntar a la recepcionista que en qué sala se encontraba Margarita Duarte, su mujer, que acababa de entrar a punto de dar a luz. Entonces lo recordé: ese era el nombre de mi hija, y aquel no era otro que su marido, Marcial. La funcionaria le indicó la sala y tras darle las gracias, ambos salimos corriendo. Siguiendo las indicaciones de los carteles que estaban pegados en las paredes Marcial encontró la habitación en la que se encontraba mi hija y entró. Le segu, y me coloqué en un lateral, cerca de mi niña. Tenía el mismo rostro de dolor que treinta años atrás observé en mi hace tiempo fallecida mujer. Fueron unos cuantos largos minutos, en los que ni su marido ni yo la soltamos la mano, ni dejamos de animarla, aunque ella solo parecía hacerle caso a él. Al cabo de media hora ya estaba más o menos recuperada y sostenía en brazos a mi preciosa nietecita, Alba. Sus caras rebosaban alegría, jamás había visto tan feliz a mi hija. 


Entonces de pronto un fuerte mareo envolvió mi cabeza, hasta el punto de robarme la visión. Todo se fundió a negro. El vaivén cesó y pude escuchar una clara voz femenina: "Aquí has tenido tú último deseo, poder ver nacer a tu nieta, esto sucederá dentro de casi dos años, considera este regalo como tu propio paraíso." Solo pude murmurar "gracias, Dios" antes de abandonar finalmente mi alma.



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