Fue una cálida mañana de julio cuando se lo llevó. Yo estaba terminando de preparar su plato preferido, risotto de boletus, para celebrar su ascenso. Era su último día de trabajo de calle, por fin le ascendían a oficinas, donde estaría seguro. Los policías asignados a esa zona asumían un riesgo muy alto, de hecho ya le habían herido varias veces. Estaba en la cocina, pendiente de la sartén y bailando al ritmo de la radio, cuando sonó el teléfono. Bajé el volumen y descolgué: "¿Sí? Sí, soy yo. ¿Cómo?" las facciones se me quedaron congeladas en una mueca de sorpresa y horror al tiempo que notaba en mis ojos ese cosquilleo que precede a las lágrimas. "Gracias", apenas dije con un hilo de voz y colgué. Tuve que sentarme, no podía creérmelo. Una redada. Justo hoy. Un tiroteo. Dos agentes fallecidos. Uno de ellos Manuel. Disparo en el pecho, muerte instantánea. La posibilidad de ir a velarle al tanatorio.
Fue un momento muy confuso, todo me daba vueltas, en mi cabeza un vaivén de flashes de recuerdos de los dos juntos me mareaban y destrozaban el alma poco a poco. Pero si algo tenía claro, era que no iba a acudir al tanatorio ni al funeral. Esos eventos no son para los muertos, ellos no son conscientes, sino para los vivos que quedan y sufren sus muertes, y a ellos no les debía nada. Me encerré en mí misma, no dejé que ni el más mínimo atisbo de luz del exterior penetrara en mis adentros. Un día, preparé un pequeño equipaje y conduje al noroeste peninsular. Cerca de un espeso bosque encontré un pequeño hostal, donde pagué por una noche. Dejé parte del equipaje en la habitación y, con una pequeña mochila al hombro, partí a las once de la noche hacía el interior de la foresta. Con una linterna apuntando al suelo busqué lo que necesitaba, y tras cuarenta minutos andando lo encontré. Corté cuidadosamente aquel hongo de raíz y lo sostuve en mi mano mientras me recosté contra un grueso árbol. Miré el reloj, era casi la hora. En el segundo en el que las manecillas del reloj de bolsillo que había heredado de mi familia materna marcaron las doce, seccioné mi muñeca izquierda con un pequeño puñal, y a continuación aspiré con todas mis fuerzas el interior de aquella seta. En un segundo todos mis sentidos se anularon y así permanecí unos instantes, hasta que una luz a lo lejos comenzó a acercarse. Poco a poco, paso a paso, algo se acercaba, con un candil encendido en la mano. Pude distinguir en su silueta que se trataba de un hombre de avanzada edad, ligeramente encorvado, cubierto con una túnica negra con la capucha puesta. Mis predicciones se confirmaron cuando frente a mí, se descubrió el rostro y me miró fijamente, con sus cuencas vacías. La muerte, encarnada en un esqueleto, se dirigió a mí: "Hace mucho que nadie llega por ese camino, por lo que deduzco que eres...", "Nieta de una meiga, sí." le interrumpí.
"Es una pena que ya no queden, eran unas magníficas proveedoras de todo tipo de ungüentos y remedios, que gentilmente les intercambiaba por conjuros. ¿Qué te trae aquí querida? Según he oído llevas meses ausente de tu propia vida, ¿Acaso deseas abrazarme a mí en su lugar?" dijo con una sonrisa torcida. "En efecto, estoy aquí para entregarme a ti, tengo entendido que valoras más a tus siervos si aún están vivos.", tanteé. "Así es, más tu cuerpo está cercano a fallecer, la herida de tu muñeca pronto te sesgará la existencia terrenal, ¿Cómo piensas sobrevivir a...?", se detuvo sorprendido ante mi veloz movimiento: me abalancé sobre él y contra todo pronóstico, le besé en la boca. Mi plan salió a la perfección, cuando me separé de él, ahí estaba Manuel a su lado, las profecías eran ciertas: besar a la muerte resucita a la persona de la que se está enamorado. Agarré del brazo a mí tan añorado marido y corrí en dirección contraria al malévolo ser que al percatarse de la treta y sentirse utilizado me agarró de la cadera, pero logré zafarme y escapamos, escuchado de fondo unas risas demoníacas que no se me irán de la mente mientras viva.
Abrí los ojos, con la muñeca sangrando, las hojas de debajo cubiertas de mi sangre y Manuel a mi lado. Me llevó corriendo a un hospital cercano en el que me recuperé en pocos días. Al parecer el efecto de las esporas de la seta ralentizaron la circulación, y eso me salvó la vida. Mi amado y yo nos mudamos de inmediato, no creímos adecuado informar a la poca familia de Manuel de su sobrenatural regreso al mundo de los vivos. Una pequeña pero acogedora casita de campo fue el escenario que elegimos para criar, poco más de un año después de lo sucedido, a nuestro primogénito en camino. Nunca habíamos sido tan felices, y no sospechamos que la razón de nuestra plenitud sería también la de nuestra perdición, pero eso ya es otra historia...
Continuará.
Fue un momento muy confuso, todo me daba vueltas, en mi cabeza un vaivén de flashes de recuerdos de los dos juntos me mareaban y destrozaban el alma poco a poco. Pero si algo tenía claro, era que no iba a acudir al tanatorio ni al funeral. Esos eventos no son para los muertos, ellos no son conscientes, sino para los vivos que quedan y sufren sus muertes, y a ellos no les debía nada. Me encerré en mí misma, no dejé que ni el más mínimo atisbo de luz del exterior penetrara en mis adentros. Un día, preparé un pequeño equipaje y conduje al noroeste peninsular. Cerca de un espeso bosque encontré un pequeño hostal, donde pagué por una noche. Dejé parte del equipaje en la habitación y, con una pequeña mochila al hombro, partí a las once de la noche hacía el interior de la foresta. Con una linterna apuntando al suelo busqué lo que necesitaba, y tras cuarenta minutos andando lo encontré. Corté cuidadosamente aquel hongo de raíz y lo sostuve en mi mano mientras me recosté contra un grueso árbol. Miré el reloj, era casi la hora. En el segundo en el que las manecillas del reloj de bolsillo que había heredado de mi familia materna marcaron las doce, seccioné mi muñeca izquierda con un pequeño puñal, y a continuación aspiré con todas mis fuerzas el interior de aquella seta. En un segundo todos mis sentidos se anularon y así permanecí unos instantes, hasta que una luz a lo lejos comenzó a acercarse. Poco a poco, paso a paso, algo se acercaba, con un candil encendido en la mano. Pude distinguir en su silueta que se trataba de un hombre de avanzada edad, ligeramente encorvado, cubierto con una túnica negra con la capucha puesta. Mis predicciones se confirmaron cuando frente a mí, se descubrió el rostro y me miró fijamente, con sus cuencas vacías. La muerte, encarnada en un esqueleto, se dirigió a mí: "Hace mucho que nadie llega por ese camino, por lo que deduzco que eres...", "Nieta de una meiga, sí." le interrumpí.
"Es una pena que ya no queden, eran unas magníficas proveedoras de todo tipo de ungüentos y remedios, que gentilmente les intercambiaba por conjuros. ¿Qué te trae aquí querida? Según he oído llevas meses ausente de tu propia vida, ¿Acaso deseas abrazarme a mí en su lugar?" dijo con una sonrisa torcida. "En efecto, estoy aquí para entregarme a ti, tengo entendido que valoras más a tus siervos si aún están vivos.", tanteé. "Así es, más tu cuerpo está cercano a fallecer, la herida de tu muñeca pronto te sesgará la existencia terrenal, ¿Cómo piensas sobrevivir a...?", se detuvo sorprendido ante mi veloz movimiento: me abalancé sobre él y contra todo pronóstico, le besé en la boca. Mi plan salió a la perfección, cuando me separé de él, ahí estaba Manuel a su lado, las profecías eran ciertas: besar a la muerte resucita a la persona de la que se está enamorado. Agarré del brazo a mí tan añorado marido y corrí en dirección contraria al malévolo ser que al percatarse de la treta y sentirse utilizado me agarró de la cadera, pero logré zafarme y escapamos, escuchado de fondo unas risas demoníacas que no se me irán de la mente mientras viva.
Abrí los ojos, con la muñeca sangrando, las hojas de debajo cubiertas de mi sangre y Manuel a mi lado. Me llevó corriendo a un hospital cercano en el que me recuperé en pocos días. Al parecer el efecto de las esporas de la seta ralentizaron la circulación, y eso me salvó la vida. Mi amado y yo nos mudamos de inmediato, no creímos adecuado informar a la poca familia de Manuel de su sobrenatural regreso al mundo de los vivos. Una pequeña pero acogedora casita de campo fue el escenario que elegimos para criar, poco más de un año después de lo sucedido, a nuestro primogénito en camino. Nunca habíamos sido tan felices, y no sospechamos que la razón de nuestra plenitud sería también la de nuestra perdición, pero eso ya es otra historia...
Continuará.
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