La adicción a los caramelos se desbordó una tarde de invierno. Solía esconderlos en el segundo cajón de su escritorio, dentro de antiguos estuches en los que a nadie se le ocurriría mirar. Hiciera lo que hiciera, ya fuera estudiar, leer, dibujar o escuchar música, siempre tenía un dulce en la boca. Era una necesidad para ella. Había intentado dejarlos, Dios sabe que sí, pero era incapaz. El azúcar llenaba un hueco dentro de ella que era imposible de ocupar de otro modo. Era muy habitual que junto con el envoltorio vacío, escondiera una lágrima prófuga de su desgracia y arrepentimiento. Es esto precisamente lo que estaba haciendo cuando su madre entró inesperadamente en su cuarto. Nina se sobresaltó e intentó disimularlo de algún modo, pero fue imposible. La mujer que la observaba sorprendida desde el marco de la puerta se acercó con grandes pasos, descubrió el arsenal de caramelos de su hija y empezó a gritarla y pedirle explicaciones. Ella se tapó la cara y lloró desconsoladamente, pero eso no evitó que su madre le quitara las manos del rostro y se lo sujetara con las suyas propias para obligarla a mirarla a los ojos. Durante el segundo en el que la niña abrió la boca para recuperar el aire expulsado durante el berrinche, aquella mujer se convirtió en la segunda persona en el mundo que había visto el estado de la dentadura de Nina. La primera y única hasta el momento había sido ella misma, que todas las noches se miraba desnuda en el espejo, sobre todo sus corroídos dientes, ya que ni el dentífrico ni sus amargas lágrimas solucionaban el problema. Éste tenía unas raíces muy profundas, era algo mucho más complejo que unas caries.
Su madre la prohibió terminantemente volver a probar un solo dulce y se aseguraba de que se lavara los dientes después de cada comida. Lo que pretendía ser la solución definitiva al problema, no supuso más que su condena. El problema no eran los caramelos -de hecho, estos habían supuesto un salvavidas, evitando que su peso y salud decayeran peligrosamente-, sino su hermana gemela. Era prácticamente imposible distinguirlas, tan solo por un pequeño detalle. Su gemela estaba más delgada, tenía el cuerpo perfecto. No paraba de echárselo en cara, una y otra vez, una y otra vez. Era tal el deseo que albergaba por ser como su hermana, que cada noche moría un poco intentado conseguirlo. Cada noche, un pedacito de ella se iba por el retrete. Cada noche, su maliciosa gemela se reía de su inútil esfuerzo. "Jamás serás como yo", le repetía entre carcajadas. Una noche de primavera, tras meses de abstención de dulces y cada vez más débil, el último pedazo del alma de Nina dio dos vueltas en la taza del váter y se fue para siempre. Mientras, su cuerpo yacía en el frío suelo y las carcajadas de victoria de Mia sonaban tras el espejo.
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