Cuando emborracharse ya no es suficiente, porque cada día sigue amaneciendo sin que estés conmigo. Intentando matar el tiempo, tomando el camino a casa más largo para despejarme antes de volver al lugar donde fuimos felices. Y ahora no es de nadie. Lo que parecía ser un gran amor, uno que sería recordado por siempre, acabó no siendo más que una ilusión efímera.
La primera puñalada la asestaste tú, directa e intensa. Las demás fueron obra mía. Cada vez que te recordaba. Quizás imitaba lo último que me diste, la punzada inicial. Una vez tras otra, durante semanas, meses, más de un año. Por todo el cuerpo, un total de noventa y nueve. Tras la centésima dejó de latir, de respirar, de vivir. Desangrado, exhausto, desesperado, agotado.
Pero no soy yo el que yace en el suelo, si no el amor que sentía por ti. Ese jardín que empezó a crecer el día que te conocí. Que regabas con cada beso. Que iluminabas con cada mirada. Que florecía con cada “te quiero”. Que dejaste marchitar cuando te fuiste. Del que nunca más te preocupaste. Que olvidaste y hoy seguramente ni recuerdes. Pero hoy por fin ha ido en paz, también te ha olvidado a ti, aunque le hayan costado cien puñaladas.
No es odio, pero tampoco es amor. Es simplemente indiferencia. Al fin y al cabo, si nuestra historia ha terminado, ¿por qué seguía escribiendo páginas?