Quiero huir. Dejarlo todo atrás. Atrás para siempre.
No quiero volver, no quiero volver, no puedo volver.
Compro un billete de tren. Sé que no debería.
Sin pensarlo más, cojo el tren. Va muy rápido. Me mareo.
Todo da vueltas. A través de la ventanilla no se ve nada.
Cada vez va más y más deprisa. Siento una arcada.
Parece que decelera, o al menos no ya no acelera.
El vagón es muy pequeño, me agobia, no puedo respirar.
Quiero salir. No puedo, no puedo, no debo.
Fundido a negro, parece que paso un túnel.
Cada vez respiro más despacio, me siento como si flotara.
Todo ha desaparecido, el dolor, la angustia.
Nada me importa, soy libre, soy libre, soy feliz.
Salimos del túnel, la realidad vuele a golpearme.
Ya no floto, y siento una punzada de dolor detrás de la cabeza.
El dolor persiste, se intensifica, me taladra por dentro.
Apenas respiro, me falta aire, necesito aire.
Todo se tambalea, miro por la ventana, solo se ve mar.
El tren ha llegado al mar y no se detiene, se adentra.
El nivel del agua va superando la ventanilla, me sumerjo.
Entonces la locomotora se detiene, para siempre.
No puedo moverme, tengo los ojos abiertos fijos en el agua.
Pero... no es el mar, es el fondo de un retrete.
No es un vagón, es un cuartucho de baño.
No es un billete, es un blíster de pastillas.
No era una locomotora, era mi corazón.