lunes, 28 de septiembre de 2015

El Último Cliente (MásVeinticuatro)

Terminó de subirse el liguero. Ya estaba amaneciendo, terminó de recoger sus cosas de la habitación y cerró despacio la puerta desde fuera. Cuando llegó a la calle, los primeros rayos de sol hicieron brillar sus lágrimas como pequeños diamantes en sus mejillas. Volvió a su minúsculo piso, con cincuenta euros más y el corazón un poco más destrozado. Era su vigésimo quinto cumpleaños, y allí estaba, ella sola tirada en el sofá. No tenía ánimos ni de encender una vela sobre un muffin y soplarla. No tenía nada ni a nadie en el mundo. Huérfana desde pequeña, tras unos pocos trabajos temporales al abandonar el orfanato, no le había quedado más remedio que ganarse la vida con lo único que le quedaba: su cuerpo. Ser una dama de la noche nunca es sencillo, es un ambiente oscuro, con personas turbias y situaciones denigrantes. Pero ella sufría un agravante extra. No podría amar a los hombres ni aunque quisiera. Simplemente no era capaz, cuando la tocaban, cuando la besaban, cuando la tomaban, no era capaz de sentir nada, nada además de dolor. No un dolor físico, sino un dolor mucho más profundo. Anhelaba unos delicados brazos de mujer que la abrazaran y la hicieran sentir especial, con suavidad y dulzura. Podía notar cómo su alma se resquebrajaba tras cada noche. Y todo por unos míseros billetes, que apenas le llegaban para mantener el pisucho y alimentarse.

Pese a ser el aniversario de su nacimiento, como nadie le iba a invitar a comer ese día -ni ningún otro-, debía trabajar  para poder tener algo que llevarse a la boca. Iba de camino al polígono donde solía esperar a quien la buscase. Una furgoneta grisácea se detuvo a su lado, y el conductor la ofreció subir. No solía hacer este tipo de cosas, pero la depresión en la que estaba sumida ayudó a que no pusiera pegas. Condujo hasta un descampado bastante apartado de la cuidad. El cliente se bajó y se dirigió hacia la puerta del copiloto. Mientras pasaba por delante de ella, a través de la luna, pudo ver que se trataba de un hombre bastante robusto y de bastas formas. Abrió bruscamente la puerta y tiró de ella agarrándola del brazo. La arrastró por el suelo mientras gritaba y pataleaba, hasta la cabina trasera de la furgoneta, donde tenía colocadas una serie de cuerdas y arneses con las que inmovilizó a la joven mientras perpetraba su cruel delito. Los desgarradores gritos solo fueron escuchados por las estrellas, nadie vino a salvarla. Cuando el hombre se cansó, la cargó en el vehículo y la dejó tirada en el suelo en la calle donde la había recogido, muerta de frío y dolor. 

Si no hubiera sido porque Esmeralda pasaba por allí y llamó inmediatamente a una ambulancia, habría perdido la vida antes del amanecer. Tardó dos semanas en recuperarse físicamente de las lesiones sufridas, pero las heridas internas fueron más lentas de cicatrizar. La mujer que la había salvado había estado cada día con ella, acompañándola en su soledad en el hospital. Hablaron mucho, y rápidamente se cogieron cariño. Esmeralda le ofreció hogar y un trabajo más estable, algo que ella aceptó sin dudar. Resultó que la mujer era la madame de una casa de citas bastante céntrica, y recientemente había quedado vacante el puesto de encargada. La noche en la que la encontró, en realidad estaba buscando a una de sus chicas, pues sospechaba que se había escapado a ganarse un sobresueldo a sus espaldas. La fortuna sonrió por primera vez a la muchacha en toda su vida, y justo un año después, en su vigésimo sexto cumpleaños, aquel burdel se cerró para celebrar por todo lo alto el acontecimiento. Las chicas la tenían en alta estima, y Esmeralda, la mujer de la que estaba profundamente enamorada, era ahora también su prometida, incluso habían planeado la luna de miel... Un viaje al mismísimo Moulin Rouge en la cuidad del amor.

martes, 22 de septiembre de 2015

Demolición

Me preocupaba por ti. Me importabas. Creía que yo te importaba. Luché por ti. Intenté que funcionara, vaya si lo intenté. Cegado por mi egocéntrica esperanza de cambiarte, me volví a equivocar. Por millonésima vez en mi vida, cometí un error. Pensar que ibas a ser capaz de cambiar a alguien, o al menos tu punto de vista, fue inútil. No soy suficiente, nunca lo he sido. Me han dicho que merezco algo mejor, alguien que también luche por mí, que no sea una relación unidireccional. Ese alguien existirá, es posible que ya lo conozca, o puede que no. Pero me gustas, vaya si me gustas. Me gustas por dentro y por fuera. Eres tan complejo... Me fascinas, es obvio que te infravaloras, podrías ser muy grande, pero para ello necesitas a alguien que consiga convencerte de ello. Yo no he sido capaz, pero lo he intentado, vaya si lo he intentado. Darle más vueltas no va a cambiar nada, pero quiero que esto sea la última vuelta que le doy, en la que dejo clara mi posición ante la situación. Te ofrecí todo lo que tenía, todo lo que era. Y lo rechazaste. No creo que te hayas equivocado. Es posible que en un futuro te arrepientas, y es posible que entonces sea tarde, o puede que no. Cada persona es un mundo, y el mundo cambia a cada segundo, nunca es igual que el instante anterior. Las vueltas que da la vida. ¿Qué derecho tiene uno de lamentarse de su soledad cuando empuja a la gente que se preocupa por él de su vida? Una vez me dijiste que absolutamente todo el mundo se va de tu lado, que nadie permanece. Es muy posible que tengas razón, y eso no tiene por qué ser algo negativo. Personas hay de sobra en este mundo, las suficientes para cubrir los constantes recambios de amistades de varias vidas. Realmente te estoy agradecido por haberme permitido ser una de esas personas que han pasado por tu vida y te han dejado más o menos huella. Espero de todo corazón que todo te vaya bien, y seas feliz, por dentro.

"Don't you ever say I just walked away,
I will always want you.
(...)
All I wanted was to break your walls, 
all you ever did was, wreck me."





lunes, 21 de septiembre de 2015

Colores

"Tú eras rojo, y yo te gustaba porque era azul.
Me tocaste, y de repente yo era un cielo lila.
Y decidiste que el morado simplemente no era para ti."

Cuando te fuiste volví a mis tonos azulados, pero oscurecí varios matices. Pasé del azul al zafiro, y de ahí al turquí. No quise volver a tocar a nadie más, el resultado habría sido demasiado sombrío como para albergar alguna clase de futuro. Me refugié en mí mismo, en mi soledad. No había salida, o al menos yo no era capaz de verla. Hice cosas de las que no estoy orgulloso. No era yo mismo, solo un vano despojo de lo que tú dejaste. Te llevaste mi luz, mi ilusión, mi esperanza. Nunca me había sentido tan pleno como cuando estaba contigo, aquella purpúrea relación me llevó a lo más alto, y proporcional fue la caída tras tu abandono. 

Entonces le conocí. Salía de un club con la cabeza gacha, en solitario. Era pasada media noche, y la fiesta del local estaba en su cenit. Él era grisáceo, un tono ceniza ahumado. Pero noté algo especial, y le seguí. Se detuvo en una parada de bus, me decidí a hablarle. Le pregunté si no era algo pronto para volver a casa, con mi habitual sarcasmo. Exhaló a la par que esbozó una leve sonrisa. Quizás fuera por las copas que había tomado, pero empezó a hablarme de su situación, de lo solo que se sentía. Su autobús llegó, me dijo "hasta luego" y se fue. Me quedé perplejo. ¿Habrían sido sus ojos oscuros? No podía explicar cómo ni por qué, pero sentí la necesidad de volver a verle. Ocasión que tardó en llegar.

Esa mañana no tenía universidad, pero me desvelé temprano y decidí ir a desayunar a alguna cafetería cercana. El olor a croissant tostado me obligó a entrar en una que estaba a vuelta de la esquina, me senté en una mesita junto a la ventana. Pedí dos de aquellos deliciosos bollos y un café. Cuando ya había acabado de comer y terminaba la taza, pasó por delante. Al principio no le reconocí, se había oscurecido mucho, llegando al tono de gris marengo. Apuré lo que me quedaba de café y salí a su encuentro. No esperaba que me reconociera, pero sin embargo lo hizo. Tenía que aprovechar la oportunidad, así que le propuse cenar aquella noche, y aceptó. Con la condición de que él elegiría el lugar. Tras concretar la hora, siguió su camino, llegaba tarde a trabajar.

No podía dejar de pensar en esa noche, los nervios corrían por mis venas, la emoción se agolpaba en mi pecho. "Apenas le conoces", me decía. Pero no podía evitar sentir la ilusión de aquella cita. Llegué puntual, al igual que él. He de reconocer que era un restaurante precioso, con un aire sofisticado y elegante. La cena estaba exquisita, acompañada de un impecable metre. Salimos cogidos del brazo, y dimos un paseo mientras le acompañaba a su casa, que estaba a un par de manzanas. Me invitó a subir. Accedí. Vivía en un estudio, no muy grande pero acogedor. Me pidió que me sentara en el sofá mientras servía dos copas de vino, y así hice. Me cedió una copa y se sentó a mi lado. Vi que iba a empezar a hablar, dejé el vino en la mesita donde lo había dejado él tras dar un sorbo, abracé su cabeza con mis manos y le besé. El resultado natural de la mezcla de nuestros colores habría sido muy cercano al negro, pero contra todo pronóstico, una luz celeste iluminó la estancia. Cuando separamos nuestros labios, yo brillaba en un tono cyan, pero él, él era, como yo había apostado, el matiz más puro de blanco. Era cegador, rebosaba de energía. Volví a besarle, una y otra vez, durante toda la noche y parte de la madrugada. Cuando amanecí en su cama y recordé lo que había pasado aquella noche, giré la cabeza, y ahí estaba. Quedé profundamente cautivado por su aura nívea y me encapriché de tener una vida juntos. 

Hoy puedo decir que soy feliz. Y gran parte de la culpa, la tiene él.


Atentamente, el sinestésico al que dejaste marchar.

lunes, 14 de septiembre de 2015

La Sonrisa Oculta (MásVeinticuatro)

Érase una vez una chica. Contaba ya 15 años, era bajita y delgadita. Le gustaba vestir de colores oscuros, gris, azul marino, granate... Pero su preferido era el negro. No solía maquillarse, eso no iba con ella. Una larga melena azabache caía sobre sus hombros. Era una de las cosas que más amaba en el mundo, su cabellera. A esta lista se unían su gato Salem y los caramelos. Era bastante introvertida, apenas contaba con dos amigos. Su mejor amigo hacía unos meses que se había estado distanciando de ella, al parecer solo tenía tiempo para su novia. Su mejor amiga, sin embargo, solía ir a su casa algunos fines de semana, estaban muy unidas. Su rasgo más característico era que nunca, jamás, se la veía sonreír. Eran pocas las ocasiones en las que lo hacía, y siempre agachaba la cabeza al hacerlo. Hablaba bajito, con la cabeza gacha también. En clase siempre pasaba inadvertida, al fondo del aula, concentrada en sus dibujos. Era increíble el nivel de detalle que alcanzaba a veces, tenía un auténtico don para ello. Solía sacar notables en casi todos los exámenes, gracias a su alta capacidad de retentiva y el tiempo que dedicaba cada noche a revisar los apuntes. Llevaba una vida tranquila, o eso parecía de puertas para afuera.

La adicción a los caramelos se desbordó una tarde de invierno. Solía esconderlos en el segundo cajón de su escritorio, dentro de antiguos estuches en los que a nadie se le ocurriría mirar. Hiciera lo que hiciera, ya fuera estudiar, leer, dibujar o escuchar música, siempre tenía un dulce en la boca. Era una necesidad para ella. Había intentado dejarlos, Dios sabe que sí, pero era incapaz. El azúcar llenaba un hueco dentro de ella que era imposible de ocupar de otro modo. Era muy habitual que junto con el envoltorio vacío, escondiera una lágrima prófuga de su desgracia y arrepentimiento. Es esto precisamente lo que estaba haciendo cuando su madre entró inesperadamente en su cuarto. Nina se sobresaltó e intentó disimularlo de algún modo, pero fue imposible. La mujer que la observaba sorprendida desde el marco de la puerta se acercó con grandes pasos, descubrió el arsenal de caramelos de su hija y empezó a gritarla y pedirle explicaciones. Ella se tapó la cara y lloró desconsoladamente, pero eso no evitó que su madre le quitara las manos del rostro y se lo sujetara con las suyas propias para obligarla a mirarla a los ojos. Durante el segundo en el que la niña abrió la boca para recuperar el aire expulsado durante el berrinche, aquella mujer se convirtió en la segunda persona en el mundo que había visto el estado de la dentadura de Nina. La primera y única hasta el momento había sido ella misma, que todas las noches se miraba desnuda en el espejo, sobre todo sus corroídos dientes, ya que ni el dentífrico ni sus amargas lágrimas solucionaban el problema. Éste tenía unas raíces muy profundas, era algo mucho más complejo que unas caries.

Su madre la prohibió terminantemente volver a probar un solo dulce y se aseguraba de que se lavara los dientes después de cada comida. Lo que pretendía ser la solución definitiva al problema, no supuso más que su condena. El problema no eran los caramelos -de hecho, estos habían supuesto un salvavidas, evitando que su peso y salud decayeran peligrosamente-, sino su hermana gemela. Era prácticamente imposible distinguirlas, tan solo por un pequeño detalle. Su gemela estaba más delgada, tenía el cuerpo perfecto. No paraba de echárselo en cara, una y otra vez, una y otra vez. Era tal el deseo que albergaba por ser como su hermana, que cada noche moría un poco intentado conseguirlo. Cada noche, un pedacito de ella se iba por el retrete. Cada noche, su maliciosa gemela se reía de su inútil esfuerzo. "Jamás serás como yo", le repetía entre carcajadas. Una noche de primavera, tras meses de abstención de dulces y cada vez más débil, el último pedazo del alma de Nina dio dos vueltas en la taza del váter y se fue para siempre. Mientras, su cuerpo yacía en el frío suelo y las carcajadas de victoria de Mia sonaban tras el espejo.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Lealtad Ignífuga (MásVeinticuatro)

La noche cayó sobre el tranquilo barrio residencial como una tenue sábana oscura. Me apresuré a tirar la basura antes de que pasara el camión que vaciaba los cubos. Una gélida brisa acarició mis mejillas cuando me detuve a contemplar el montañoso paisaje que se distinguía en el horizonte. Pensé cómo sería estar allí, en aquellas escarpadas rocas y densos bosques. Perdido andaba en mi ensimismamiento cuando comenzaron los gritos. Primero lejanos, ahogados. Después potentes, desgarradores. Giré la cabeza y en seguida localicé el foco del que provenían, una vivienda unifamiliar calle abajo. La puerta se abrió de golpe y una mujer se desplomó pocos metros más adelante, sin dejar de pedir auxilio desesperadamente. Una columna de humo constante salió tras ella y ascendió velozmente, difuminándose en el cielo azabache. Corrí lo más rápido que pude a socorrer a la mujer, pero cuando llegué ya se había desmayado -lo achaqué a la cantidad de gases que habría respirado antes de poder escapar- aunque no parecía tener quemaduras graves. Desde el porche pude ver cómo las llamas empezaban a ascender al segundo piso, trepando por la escalera y paredes cercanas como chispeantes enredaderas. Recordé haber visto a aquella señora sentada en los bancos que hay junto al parque infantil donde suelen entretenerse los más pequeños a la salida del colegio. Alarmado ante la idea de que un niño siguiera ahí dentro, sin pensarlo, me quité el gorro con el fin de utilizarlo para no inhalar los tóxicos gases que no cesaba de expulsar aquel edificio, me lo coloqué tapando nariz y boca y me lancé al interior. 

El ambiente era muy pesado. El calor era insoportable, se pegaba al cuerpo como si de un millón de sanguijuelas se tratara. Tuve que avanzar encorvado y con los ojos entornados, ya que el humo gris impedía distinguir con claridad las distintas estancias. Pegado a la pared corrí escaleras arriba, donde se encontrarían los dormitorios. Comprobé el primero: el cuarto de invitados, vacío. El segundo, a juzgar por la cama de matrimonio que prendía en llamas, era la habitación de la madre. La puerta tras la que, por descarte, se encontraría el muchacho tenía que ser la del fondo del pasillo. Las lenguas de fuego habían llegado hasta la puerta, empecé a temer llegar demasiado tarde. Giré el pomo. Las ascuas ascendían por las cortinas, desgarrándolas a su paso. La estantería de juguetes rebosaba chispas fulgurantes. La cama estaba intacta, pero deshecha y vacía. Apartando el humo con toscos aspavientos busqué al pequeño. Entonces le vi. Agazapado en la esquina más alejada de la habitación, sosteniendo a un cachorro sobre su regazo. Tenía la cabeza inclinada sobre el animal, posándola en su lomo. Le puse la mano en el hombro, y él levantó la vista y me miró fijamente, con una expresión de sorpresa y temor. El perrito, sin embargo, no pareció percatarse de mi presencia. Le tendí la mano al muchacho para ayudarle a levantarse, pero no me correspondió. Al contrario, volvió a recostarse sobre el animal, abrazándolo esta vez con más fuerza. Tuve que ponerme de rodillas para mantenerme a una altura en la que el aire fuera mínimamente respirable, y desde esa perspectiva, lo comprendí. 

Me senté junto al pequeño y contemplé asombrado la majestuosidad de las llamas salvajes que se propagaban a nuestro alrededor. Al notar que me había colocado junto a él, el chico me empezó a susurrar al oído. Me contó cómo había rescatado al animalillo de una caja de zapatos entre los contenedores. Cómo lo había abrigado y mimado durante el largo invierno. Cómo había calmado sus pesadillas. Cómo habían corrido juntos por el jardín. Cómo se levantaba cada mañana envuelto en un torbellino de lametones. Cómo se había puesto a temblar cuando las llamas atravesaron la puerta. Cómo le había protegido hasta que sus pequeños pulmones no soportaron los nocivos gases. Cómo le había acariciado durante su última exhalación. "No te abandonaré", susurró al cachorro. Tomé a aquel muchacho entre mis brazos y cerré los ojos. Lo último que sentí fue cómo las lágrimas que se habían deslizado por mi rostro se evaporaron lentamente y las llamas nos regalaron un último y letal abrazo.